El gol menos galáctico de la historia

Raúl tiró del carro. Cuando el Madrid se veía con el agua al cuello, con un gol de desventaja, el portero rival crecido, un equipo rocoso enfrente y el temible descanso cerca, sacó un gol de la nada. Un revuelo en el área, un balón imposible de controlar, de espaldas al marco, caído. Pero lo luchó en condiciones casi descabelladas y sacó un remate chapucero, pero cargado de fe. Su consigna es no rendirse nunca y gracias a que nunca se rinde ese balón imposible pasó entre las piernas de Metzelder y de Lehmann como la sombra del Comendador. Y fue el empate.

Eso es lo admirable de Raúl: nunca se rinde. Nunca tiene bastante. A sus veinticinco años tiene un palmarés como para sentirse satisfecho, en títulos de su equipo y en goles personales. En cuanto a dinero, ni decir tiene que ha resuelto su vida y la de todos los nietos que puedan venirle. Pero juega con el mismo furor de juvenil con que le vimos debutar en Zaragoza. La victoria como obsesión, la entrega máxima, el auxilio al compañero y el gol entre ceja y ceja. El gol como sea: de palanca, de aguanís, de cabeza, de remate fuerte, de vaselina. O desesperado, como el de anoche.

Fue el gol menos galáctico que he visto en mi vida, pero también sé que es uno de los que no olvidaré nunca. El Madrid de hoy es un equipo distinguido en todo el mundo por su fútbol de alta escuela. Pero es bueno que sepa recurrir a las argucias del barrio cuando no hay otra manera de llegar a la red. El fútbol nace en el barrio, y nace más fuerte en las zonas periféricas de las grandes ciudades, donde no se regala nada y los chicos que vienen para listos se hacen más listos todavía. Raúl aún recuerda aquellos días. O mejor: aún siente como sentía aquellos días. Y eso tiene un mérito imponente.

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