"¿Neptuno? Los sueños hay que perseguirlos, eso le repito a mis hijos: 'No hay nada imposible"
As publica en exclusiva el capítulo del libro 'Hasta siempre, Vicente Calderón' correspondiente a Fernando Torres en el día de su despedida del Atlético.
En el estadio entro solo. Da igual el rival o la importancia del partido. Voy yo con mi música, yo y mis cosas, sólo yo. Hoy lo miro e inspiro, suspiro tal vez: soñé tanto tiempo con esto... Siete años. Dos mil quinientos cincuenta y cinco días entrando en otros estadios y pensando: «Ojalá algún día puedas volver, regresar a casa, luchar por el Atleti de nuevo». Y por fin estoy aquí, de vuelta. Es 27 de abril de 2016 y la música de la Champions está a punto de sonar, una semifinal comienza en dos horas. Se me anuda el estómago al pensar que para nosotros es algo más que un partido. Mucho más.
En el vestuario me siento entre Filipe y Koke. Aquí abajo nunca hay silencio, nunca del todo. Pero yo lo busco, yo lo necesito. Mis pensamientos, mis recuerdos, mi concentración… Esta noche Luis se me cuela. Al otro lado de la pared de azulejos está el Bayern de Munich y sé muy bien lo que ese nombre significa para uno del Atleti. Me lo enseñaron los relatos de mi abuelo: estará siempre unido a la final perdida en Bruselas, al gol de Schwarzenbeck, a esa Copa de Europa que tocamos y se fue. Luis también me lo dijo una vez. Qué fantasma, dolor insoportable.
Pero ahora estamos a ciento ochenta minutos de otra final, de la de Milán. El Bayern es la última barrera. Hoy es la ida. Ganar es una oportunidad de cambiar la historia.
Echo un vistazo a mi taquilla. Me da fuerza: la llenan fotos que me envían aficionados de todo el mundo. Hace no tanto yo era uno de ellos. Temporada 1993-94, grada lateral, un partido ante el Compostela, mi padre, mi abuelo, Aurelio, mi primera vez en el Calderón. Tenía diez años y un sueño: saltar esa valla, llegar al césped. Dos después, lo pisaría por primera vez: entré en el club, categorías inferiores, y siempre me ofrecía voluntario para ser recogepelotas. El Atleti vivía el doblete y yo procuraba que me tocara cerca del fondo sur, la zona más animada, pura energía, todo emoción. Veinte años después, estoy aquí abajo para jugar la ida de una semifinal de Champions y quiero matar ese fantasma que tanto dolió a mi abuelo, la mano que me trajo al Calderón.
De pronto todo se calla, hasta el rugido de fondo. Habla el Cholo. Es un entrenador de presente y se centra en este partido, no vale ayer ni mañana, sólo ahora. Remarca el trabajo de cada uno, todos tenemos los conceptos muy marcados: Griezmann y yo debemos salir a presionar a los centrales, Javi Martínez, Bernat, Alaba. Se mueven mucho y muy bien.
Estoy listo para la batalla, me pongo las espinilleras. En ellas nunca hay fotos de mi familia, de Olalla o los niños; aquí van las patadas y no me gusta que se las lleven por mí. Las de hoy son mi cara dividida en dos. En la pierna derecha tenía diez años y acababa de llegar al Atleti. En la izquierda, cuando volví después de irme, hace dos eneros. En ambas el Calderón está de fondo.
El Calderón.
A cada pie que pongo en los escalones que suben del túnel me va llegando su olor. Es hierba, es río; es pasión, esfuerzo y trabajo. Me grita esperanza, sueños. Es único. Lo sé bien porque lo añoré mucho. Cuando salgo, lo primero que hago es buscar el escudo del suelo. Lo veo y Luis vuelve. Luis y sus palabras: «Ese escudo no se pisa». Y yo no lo hago, por supuesto; es un credo. Después de esquivarlo, miro la grada, toda a la vez, como si con los ojos pudiera abarcarla. Fondo sur, norte, lateral y Preferencia: es la penúltima temporada que voy a verla, que este estadio estará en pie. En dos años no habrá nada, será pisos, una parte más de Madrid Río. ¿Adónde se irán sus cincuenta años de fútbol? ¿Lo que aquí hicieron Adelardo, Luis, Ayala, Futre o Kiko? La semifinal del Celtic, la Intercontinental o el doblete. ¿Adónde? El corazón guarda las fotos, pero sin marco es más difícil. Siempre terminan perdiéndose por los cajones.
Quizá, por eso, cada día que lo miro lo veo más bonito.
«Fernando Toooorres, lololo, Fernando Toooorres, lololo.»
Mi nombre recorre la grada, otra foto que se quedará sin marco cuando el Calderón no esté. La primera vez que lo oí fue en mi debut y aquella emoción se suma a mis piernas. Mayo de 2001, el Atleti en Segunda, primer año en el Infierno. Jornada 39, partido ante el Leganés, minuto 64, me faltaba saliva, me costaba tragar. Ahí estaba, al otro lado de la valla. El cuarto árbitro había levantado el cartelón con mi número, iba a entrar, a debutar. La ovación de la grada me tranquilizó. Qué diferente suena su rugido desde aquí. Esta noche de abril de 2016, al volver a escuchar mi nombre, agradezco de nuevo a Paulo Futre, director deportivo entonces, que creyera en mí. Y a Carlos García Cantarero, entonces entrenador, su valentía al ponerme: yo sólo tenía diecisiete años y en aquel momento nada era sencillo. ¿Y si querer un escudo por encima de todas las cosas no era suficiente para ayudar a mi equipo a huir del Infierno?
«Fernando Toooorres, lololo, Fernando Toooorres, lololo.»
A cada sílaba que canta la afición me llega un cariño infinito. Traspasa la piel y, debajo, se mezcla con responsabilidad y una obsesión: que éste no se disipe, que nunca se apague, que se mantenga hasta el último día que me aguanten las piernas. Pensar en mi debut me ayuda: si no sabes de dónde vienes, es difícil saber adónde quieres ir. Y yo siempre me lo repito. Compostela. Grada superior lateral. Mi padre y mi abuelo Aurelio. Mi primer Calderón.
Hoy está teñido de rojo, blanco y azul y con un grito: "Atleti, yo TE AMO", contigo a la final, que me eriza la piel. El aire lo llena una ilusión distinta, especial. Entonces el árbitro pita y a mi cabeza vuelve el silencio. Lo necesito para jugar. Aislarme absolutamente de todo lo de fuera para concentrarme sólo en aquello que debo hacer, que tengo delante. Hoy, tres nombres: Javi Martínez, Bernat y Alaba; tres nombres y una red, la de su portero, Neuer.
No soy yo quien la encuentra, sin embargo; es Saúl. De pronto le veo arrancar en una jugada y miro el reloj del marcador: minuto 11. En el centro intenta librarse de un rival conduciendo el balón y, a medida que avanza, creo que hará una apertura a banda y, desde ahí, irá al centro. Pero no, nada de eso sucede. Ni apertura ni centro. Lo hace todo solo, sólo él. Regate a regate llega al área y dispara. «G-o-o-o-l-a-a-a-z-o-o», pienso, y para mí vale doble: lo ha hecho un canterano. Corro a abrazarle, nos abrazamos todos, y paro el mundo un segundo cuando estamos en piña. Necesito coger aire. Miro la grada. Este gol los ha liberado, eso siento. Lo grita también mi sangre. Ya le ganamos al Bayern 1-0.
Los alemanes acusan el golpe mientras nosotros alzamos alto la cabeza: historia, te miramos de frente.
Al descanso, en el vestuario, el ruido de la afición se queda de fondo, sobre nuestras cabezas. También dan fuerza, como las fotos de mi taquilla. Pero al volver al partido, el Bayern es otro: quiere hacernos el gol de Schwarzenbeck en cada jugada. Asedia, asfixia. Un balón de Alaba está a punto de lograrlo, pero se topa con la madera. El golpe hace temblar el hormigón del viejo Calderón.
«Ay, Calderón, qué poco has cambiado», recuerdo que pensé aquella mañana de enero de 2015 en que volví a pisarlo. Los recuerdos se agolpaban en mi corazón. Volvía, estaba en casa tras siete años fuera, tras jugar con el Liverpool, el Chelsea y el Milán. Era una mañana sin fútbol, sólo iban a presentarme, pero lo que ocurrió jamás podré olvidarlo, lo llevaré siempre conmigo. Mis compañeros ya me habían avisado antes, al terminar el entrenamiento en Majadahonda: «El estadio está casi lleno». ¿Lleno? ¿Lleno para verme a mí? ¿Lleno como si hubiera fútbol? Cuando pienso en la emoción extrema siempre me vuelve aquel día. Llegar, escuchar a la gente cantar, caminar por el túnel, pisar su hierba, estar de nuevo, de vuelta al fin, por Dios. Su olor.
«Algún día me tenéis que contar qué he hecho yo para merecer esto. ¡Qué bonito es volver a casa!», logré balbucear, porque me faltaba saliva, de nuevo me costaba tragar, como si nada hubiese pasado todavía, como si aún fuera 2001, el día que debuté. Eran nervios, era orgullo, era que la afición y yo le enseñábamos al mundo que lo nuestro va más allá del fútbol, que es algo entre hermanos. Eso soy yo, al fin y al cabo: uno de ellos que logró saltar a este lado.
Cuando me fui en 2007, ninguno de mis hijos había nacido. Y conocían el Calderón, los había traído al estadio en alguna visita a Madrid. Y tenían las equipaciones, cada año, los abonos al nacer. Sin embargo, que aquel día vieran lo que yo significo para la gente fue mucho, lo es todo. Como lo sería volver a marcar un gol sobre esta hierba. En cada estadio suenan diferente, y cuánto había echado yo de menos hacer uno en el Calderón. Logré muchos lejos, en otros escenarios grandes, muy importantes, pero con otras camisetas, siempre me faltaba algo, el escudo del Atleti al pecho, este estadio. Lo hice al poco de llegar, ante el Barça, en Copa del Rey. Lo hice y cuando la grada lo cantó, mi piel se rompió para dejar pasar los recuerdos en tromba.
«Goooooool.»
«De nuevo aquí, qué liberación.»
La semifinal avanza, los minutos pasan, el Bayern intenta resucitar el fantasma, pero no puede, no le dejamos. No al menos aquí, en esta ida, en el Calderón. Cuando el reloj llega al minuto 90, Luis regresa a mi cabeza y no puedo evitar pensar en 2008, cuando él era el seleccionador nacional y España ganó la Eurocopa: lo estamos celebrando en Madrid, recorremos la ciudad en autobús con el trofeo cuando, de pronto, un aficionado me lanza una bandera del Atleti. No pregunto, no dudo: la coloco en la cabeza de la expedición para que nos guíe. Si algo me molestaba entonces era que se dijera que en esa Selección no había nadie del Atleti. Claro que lo había. Estaba yo. Yo, yo, yo. El rojiblanco es un escudo que se lleva en el corazón, por dentro, más allá de lo que diga otra camiseta por encima.
Al llegar a Neptuno, recuerdo, pedí la copa para levantarla como si siguiéramos en Austria: en esa zona había muchos atléticos y a todos quería enseñársela, ofrecérsela. También a la fuente, por supuesto, a Neptuno. Al pasar por su lado volví a alzarla para contarle que España había sido campeona de Europa porque uno del Atleti había marcado el gol de la final. No es sólo piedra, lo sé: recordaría, recordará. También era mi manera de quitarme esa espina que tengo: no haber celebrado todavía un título del Atleti sobre ella. Pero he vuelto, aquí estoy. Es 27 de abril, ida de una semifinal de Champions y el acoso del Bayern ha terminado: el árbitro pita, el gol de Saúl valió. El único tatuaje de fútbol en mi cuerpo, el 9 del brazo, grita euforia, pero yo me sujeto: como futbolista he aprendido a ser más cauto de lo que era como aficionado. En el vestuario es lo mismo. Alegría, celebración, pero contenidas: nos queda la vuelta, en Alemania, un partido igual o más difícil que éste.
Sólo cuando salgo del estadio en el coche y me pongo la música vuelve todo. El gol de Saúl, esta noche, un fantasma que ya sólo es medio fantasma, aunque se siga llamando Bayern. «Neptuno, volveremos», me digo. Los sueños hay que perseguirlos, eso le repito siempre a mis hijos. «No hay nada imposible.» Nada. Antes de meterme en la M-30, el Calderón se refleja por última vez en el retrovisor mientras pienso en las fotos, los marcos y que en dos años este sitio no estará. «Ojalá en Alemania rematemos, te lo debemos», pienso. Luis sigue conmigo.
Y qué orgulloso estaría.
¿Cómo podían decir que en aquella Selección de 2008 no había ninguno del Atleti si en ella estábamos él y yo?