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AS COLOR: Nª 12

Santillana, la mejor cabeza del mundo

Hablar de él es hacerlo de una de las leyendas vivas del madridismo: 17 temporadas, 643 partidos oficiales, 290 goles y 56 veces internacional.

Santillana, con el Real Madrid.
Santillana, con el Real Madrid.

"Santanderino, goleador, diecinueve años y en busca de la gloria”. Con ese enunciado presentaba el AS Color del 10 de agosto de 1971 a Carlos Alonso Santillana, más conocido unos años después como “la mejor cabeza de Europa”, cogiendo el testigo del Zarra de los años 50, del que también se decía ser “la mejor cabeza de Europa después de Churchill”.

Aquel chaval llegado de provincias, de la cántabra población de Santillana del Mar, con su media melena a lo Beatle, terminó convirtiéndose en uno de los delanteros más importantes de la  historia del club blanco. Fueron 17 temporadas metiendo goles, de todos los colores, con el Madrid, en los 70 y 80, la mayoría de ellos de espléndidos cabezazos, la suerte que mejor dominó. “Soy delantero centro nato, no centrocampista”, se esforzaba en explicar a su llegada aquel gran desconocido, quizás preocupado por ocupar el puesto de ariete que en aquellos años estaba vacante en el Madrid.

Hablamos con el propio Carlos Alonso Santillana para saber de dónde salía aquel chico que llegó a la capital con 18 años para enfundarse la camiseta del Madrid. “Dicen mis paisanos sobre Santillana del Mar que es la villa de las tres mentiras. Ni es santa, ni es llana, ni tiene mar… Pero es el pueblo medieval mejor conservado y más bonito de España”. Hijo de un guardia civil, Adolfo Alonso Canal, y de Angelines González, los apellidos de sus progenitores se perdieron para el mundo del fútbol por el archiconocido Santillana: “Ya lo siento por ellos. El apodo viene de cuando me fui con Juan Antonio, ‘El Platanito’, al Satélite de Barreda a jugar. Aquel entrenador, Agustín Cuétara, nos llamaba por el nombre del pueblo para identificarnos. ‘A ver, el de Santillana’, decía. Y el de Santillana era yo… Y luego seguí así en el Rayo Cantabria y el Racing. Y yo, encantado de que me llamaran así, porque, al fin y al cabo, era el nombre de mi pueblo”.

Bien pudo Carlos Alonso cambiar su destino en sus primeros años de infancia en su natal Santillana del Mar. Nuestro protagonista fue monaguillo antes que futbolista. Lo fue primero en La Colegiata, donde ayudaba todos los días por dos pesetas semanales, y luego en el convento de clausura de las monjas clarisas franciscanas, que, por un permiso concedido por el Papa, daban clases a los niños de la localidad. “Recuerdo a las monjas con mucho cariño. Ellas se alegraron de que triunfara en el fútbol. Pero laverdad es que intentaban convencerme con 12 años de que me preparara para ser misionero en Filipinas”. De haber sido así, no habría jugado 643 par tidos oficiales con el Madrid ni marcado 290 goles, siendo 56 veces internacional.

Pero volvemos al presente, o al menos al presente de aquel AS Color de agosto de 1971 que ahora rememoramos por boca del propio futbolista, aquellos primeros días como madridista. “Mi presentación fue un 2 de agosto a las siete de la tarde. Pero recuerdo mejor aún cuando llegamos por primera vez al Bernabéu Aguilar, Corral y yo, porque nos ficharon a los tres desde el Racing. Primero nos enseñaron el campo, luego la sala de trofeos y después la sala de juntas para firmar. Yo me enteré de que había fichado por el Madrid porque me llamó Fernández Mora, que era el entrenador que teníamos en el Racing, y me dijo: ‘Oye Carlos, has fichado por el Real Madrid’. Yo estaba haciendo PREU, metido en los exámenes de julio, y ni me había reunido con nadie ni hablado de nada. Lo único que pasó es que había sido máximo goleador junto con Manolín Cuesta en Segunda, y había leído en el periódico que el Espanyol me quería. Pero nunca me imaginé eso… Me acuerdo como si fuera ahora. Yo estaba en mi habitación estudiando y vino la señora del hostal donde estaba y me dijo: ‘Te llaman por teléfono’. Y era Fernández Mora”.

Era otro fútbol. Uno muy diferente al de ahora, en el que los jugadores no eran dueños de sus propios destinos. “Fíjese cómo era el fútbol. Los jugadores no teníamos ni voz ni voto. Por eso luego vino lo que vino, las huelgas de los años ochenta para quitar los derechos de retención, unos movimientos de los que tanto se han beneficiado los futbolistas de ahora”.

Hecha la reivindicación, volvemos a aquel primer contacto veraniego de Santillana con el Madrid. “Para mí fue un acontecimiento. Tenía 18 años. Y la primera vez que entré en el vestuario de la Ciudad Deportiva estaba Antonio Calderón, que era el gerente, y nos fue presentando uno por uno a los demás jugadores. Imagínese allí, con gente como Amancio, Velázquez, Zoco. Fue muy emocionante. Y me dijeron, ‘éste es tu sitio y tu taquilla’. Tenía a la derecha a Amancio y a la izquierda, a Velázquez. ¡Casi nada! Yo estaba allí calladito y casi le hablaba a la gente de usted. Y el que más rompía el hielo era Zoco: ‘¿Qué pasa por el Sardinero?’, me decía siempre. Me costó un poquito de tiempo adaptarme y que me respetaran, porque yo era un chavalín de provincias”. Y recogiendo el guante que lanza sobre la inocencia del recién llegado, intentamos repescar de sus recuerdos alguna posible novatada. “No recuerdo novatada alguna, pero me tuve que ganar entrar en el círculo. Era un vestuario que estaba cargado de jerarquías. No era como ahora, que todos parecen ser iguales. Allí los que mandaban de verdad eran los capitanes, y no mandaban de palabra, sino de hechos… Si Amancio decía ‘esta tarde nos vamos de cañas’, para allá que íbamos todos. Hasta los solteros y los jóvenes”.

Es fácil imaginar cómo era la vida para él en la bulliciosa capital de la época, tan diferente a aquella Santillana del Mar donde ni siquiera había campo de fútbol y los chavales tenían que correr 14 kilómetros para encontrar un campo. “La directiva me buscó sitio en un hostal de Madrid, el Santa Isabel, donde había muchos jugadores metidos, también de la cantera. Y Corral, que llegó conmigo, era sobrino de la dueña del sitio. Estaba un poco lejos de la Ciudad Deportiva, pero pasamos buenos momentos allí. Había mucha vidilla, estábamos mezclados con estudiantes universitarios. ¡Y no vea el control que teníamos allí de la señora Pilar! Aquello era como el control antidoping… La veíamos como la madre superiora. Ya murió la pobre, pero yo sigo teniendo mucho contacto con su hija, Marisa, que se casó con un chico, Pedro, que estaba allí alojado mientras estudiaba Ingeniería de Caminos… Y mire qué casualidad que uno de los hijos de ese matrimonio es Kiko Catalán”.

Fueron sus cualidades, que luego fue puliendo y mejorando en el propio Madrid, como sucedió con otros muchos jugadores (caso de Gento, también cántabro), las que llevaron a Santiago Bernabéu a ficharle. Le planteamos a Santillana un ejercicio de análisis. ¿De dónde sacó los fundamentos para ser tan excelso cabeceador?. “No de la niñez, desde luego. Poníamos cuatro piedras y jugábamos en la calle. No pisé un campo de fútbol hasta los 14 años. En infantiles, cuando fui a jugar a Barreda. Y yo nunca me destaqué por ir bien de cabeza. En mi familia nadie había jugado al fútbol antes. Es una condición natural que fue surgiendo en mí, porque yo nunca sobresalí en eso. Es más, empecé a jugar en el centro del campo. No era un rematador. Yo jugaba con el ocho. Y la primera vez que fui a la Selección, con Santamaría, debuté en París contra Francia jugando con el ocho. Cuando empecé a desarrollar el remate, con el pie y el de cabeza, fue en el Racing. Allí teníamos a Aguilar de extremo, que entraba y centraba muy bien, y tenía que aprovechar-me de eso. Y Fernández de Mora, el técnico, estaba todo el día haciéndome rematar sus centros. Él me enseñó los movimientos del delantero centro”.

En aquellos años 70 la plantilla inicial del Madrid solía estar sobrecargada de jugadores. De ahí salían descartes, cesiones… Y ya entrada la temporada, los partidos de los jueves servían a los suplentes para dar a sus carreras una oportunidad. Era una prueba por la que muchos pasaron. “¡Claro que sé lo que eran los partidos de los jueves! Pero mire, llegué en un momento clave. Tuve la suerte de que no había delantero centro. El ariete era Grosso, que Dios lo tenga en su gloria. Y él en realidad era centrocampista. Entonces resulta que jugábamos como se juega ahora, sin un delantero centro puro. Llegaba Amancio por banda, Pirri se incorporaba desde atrás… Y en esas llegué yo. El puesto estaba libre. Bueno, estaba Planelles, Rafa Marañón… Gente que podía jugar ahí sin las condiciones específicas de delantero centro. Y Miguel Muñoz, que era el entrenador, vio que el equipo adolecía de eso, y, desde que llegué, me puso a jugar. Sí, tuve suerte”.

No muchos pueden hablar de esa facilidad, ni tampoco la que tuvo para lucir el dorsal nueve: “Debuté aún con 19 años, en agosto, contra un equipo francés de Primera, y luego nos fuimos a los trofeos de verano y me quedé como titular para empezar la Liga. Y, además, con el nueve, porque Grosso, que era el que llevaba el nueve, pasó a tener el ocho o el seis. Y antes de Grosso el que llevó el nueve era Di Stéfano. Así que yo me puse aquella camiseta acojonado. Y me acuerdo que Amancio y Pirri me decían: ‘¡Vamos, chaval, ya puedes espabilar y morirte a correr que llevas el nueve de Di Stéfano!’. Eso para quitarme presión, sabes… (bromea). Luego estuve 17 temporadas en el Madrid, 14 como titular y las otras tres como suplente de Hugo Sánchez. Aquel último tramo lo asumí bien. Primero coincidí con Butragueño. Di Stéfano me quitó del equipo y empezó a colocar un poco más al Buitre, y hubo polémica, no se crea, porque la gente se cansa de ver siempre al mismo después de 14 años. Pero el Buitre y yo no teníamos nada que ver y éramos compatibles, como luego se demostró cuando estuvimos jugando cinco años juntos. Y luego realmente el que vino como delantero centro fue Hugo, que era más joven y con mucho ímpetu. Yo, en esa transición, lo que intenté era ayudar al equipo. Asumí mi rol y aporté mi experiencia, en el vestuario, y tuve la fortuna, además, de que, cuando salía a jugar desde el banquillo, hice goles importantes. Como ante el Borussia, el Inter, el Derby County… Pasamos eliminatorias importantes, y eso me motivó para seguir, aunque sabía que al partido siguiente no jugaría, pese a que me entrenaba como un fiera”.

No habría espacio para narrar en estas páginas las múltiples proezas que Santillana protagonizó sobre un campo de fútbol, después de 17 años de exitosa carrera. Nos ceñimos, pues, a los detalles de su llegada al Madrid, que de eso versa el artículo de aquel AS Color del 71. ¿Quiénes eran sus mejores amigos en el vestuario? “Tuve muchos en 17 años. Pero mejor hablar de los primeros. Cuando llegamos, los solteros teníamos muy buena relación. Rafa Marañón, Juan Verdú, Eduardo, que era un argentino que llegó. Nos juntábamos para ir a los locales de moda, aquellas míticas discotecas: ‘Cerebro’, ‘Novísimo’, ‘Sunset’, ‘New Sunset’… Y sí que entonces ya se notaba que los del Madrid teníamos tirón con las niñas (risas). Éramos más o menos bien parecidos, famosos… Las cosas han cambiado mucho, pero entonces también éramos admirados e iban las niñas a los entrenamientos con las carpetitas y las fotos”.

Santillana no tardó mucho en darse cuenta de que estaba tocando el cielo. Titular en el todopoderoso Madrid nada más llegar, con el nueve a la espalda, reconocido en la sociedad madrileña… ¿Y con dinero en el bolsillo? “Quinientas mil pesetas al año de contrato, eso es lo que firmé al llegar, más el sueldo al mes, que eran unas 27.000. Esos éramos los solteros, los casados ganaban más (vuelve a bromear). Pero yo nunca gané esas 500.000 pesetas. Le cuento una anécdota muy buena. Un día llegó el presidente y, delante del gerente y de mí, dijo: ‘Don Antonio, ¿cuánto gana este chico? Pues lo que gane es poco. Así que ya sabe usted lo que tiene que hacer’. Yo me quedé de piedra. Me dije, ‘mira el presidente lo que ha dicho en mi primer año en el equipo. Esto marcha fenomenal’. Y me doblaron la ficha. Así que mi primer año ya gané un millón de pesetas de ficha”.

¿Acaso era Santillana el ojito derecho de don Santiago? “Yo tenía una relación muy especial con él. Siempre que me veía me decía tres cosas. La primera, que como estaba yo. La segunda, que como estaba mi familia. Y para la tercera se ponía muy serio: ‘¡Hay que ser humildes Carlos, hay que ser humildes!’. No sé por qué le caía tan bien. Puede que me viera como un chiquillo que llegaba del pueblo con ganas de comerse el mundo. No lo sé. Nunca era duro conmigo. Ni siquiera se atrevió a decirme que me cor tara el pelo como hizo con otros. Pero me lanzaba indirectas. Un día me llegó a decir: ‘Oye Carlos, y a ti esos sudores que te bajan por los pelos hasta la cara, ¿no te molestan para ver la pelota?’. Yo me partía de risa: ‘De verdad que no, don Santiago, de verdad que no, que yo mismo me voy recortando el flequillito’. En el fondo me veía como un niño imberbe y me protegía”. Eso es lo que, después de tantos años, sigue pensando Carlos Alberto Santillana. Pero la verdad es otra. Don Santiago Bernabéu siempre tuvo gran ojo para reconocer a los cracks.