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MEMPHIS GRIZZLIES

Marc y la estirpe de los pívots pasadores

Una especie en extinción porque las posiciones se difuminan en el baloncesto actual, el ADN de los pívots asistentes crea una conexión que va de Bill Russell a Jokic.

Actualizado a
Marc y la estirpe de los pívots pasadores
Nelson ChenaultUSA TODAY Sports

En el poste, Marc Gasol era una mole de 2,11 y casi 120 kilos, un jugador capaz de ganarse la posición por fuerza bruta y conquistar centímetro a centímetro la colina desde la que dominar el juego sin anotar a machetazos, sin tirar a canasta salvo que su equipo realmente lo necesitara. Los Grizzlies del grint and grind, aquella maquinaria old school que en su tiempo parecía hermosamente anticuada (vintage) y hoy resulta antediluviana, operaba en formato bulldozer gracias a la química de la pareja interior que el español formaba con Zach Randolph, con el base Mike Conley en la punta del triángulo. Para que funcionara (siete años seguidos en playoffs, una final del Oeste) hacía falta que todos fueran muy buenos, tuvieran mucho talento y entendieran qué tenían que hacer y, todavía más, qué iban a hacer en cada momento sus compañeros. En todo, pero especialmente en eso último, Marc Gasol era un privilegiado.

Ahora, las posiciones se diluyen en el baloncesto, conceptos líquidos que apenas describen un juego de tiradores abiertos y movimientos de cara al aro. Los entrenadores sueñan con quintetos de aleros-que-lo-hacen-todo, jugadores de altura casi idéntica y la mayor envergadura posible, capaces todos de tirar de tres y proteger su posición en cualquier cambio defensivo. Es tiempo de récords de puntos y triples, unicornios que redefinen cómo se tiene que jugar al baloncesto y pívots que son más valiosos cuanto menos se parecen a lo que siempre, toda la vida, fue precisamente eso: un pívot.

Marc era un pívot. De los de verdad, sin trampa ni cartón. Un cinco que con un físico en formato montaña tenía, además, sensibilidad de base, la inteligencia que distingue a los playmakers por vocación, los jugadores que ven todo a la vez y todo el tiempo: lo que sucede y lo que va a suceder por todos los rincones de la pista. Esa fue la virtud que elevó al español a mucho más que un especialista defensivo y lo convirtió en tres veces all star y uno de los grandes jugadores interiores de su generación. Desde los outlet pass de lado a lado de la pista tras capturar un rebote y para acelerar el juego en transición, un lujo exótico en aquellos Grizzlies, a los pases a la mano en los bloqueos, las continuaciones desde el poste y la paciencia jugando de cara, desde el perímetro. Cosas que no se enseñan y que eran esenciales para entender cómo era el baloncesto en el que creían en su equipo.

Marc promedió 3,4 asistencias en su carrera, y entre 2016 y 2019 no bajó de cuatro con los Grizzlies. Sus highlights eran más pases sin mirar o entre el tráfico imposible de la zona que mates o fintas de flash. Esa estirpe, la del pívot puro pasador, define a uno de los perfiles más atractivos, fascinantes y completos de la historia del baloncesto. Cada vez más un arte perdido… salvo por el pequeño detalle de que el mejor jugador del mundo ahora mismo es, y no por casualidad, el mejor pívot pasador de la historia: Nikola Jokic.

Jokic, como Marc un 2,11 pero todavía más voluminoso (pasa de 120 kilos), es imposible de mover en la zona y tiene una capacidad anotadora fascinante. Mete triples, tiros circenses desde cualquier parte de la pista y es prácticamente indefendible en uno contra uno, por fundamentos y tamaño, cuando opera en el poste bajo. Eso lo usa para martirizar a las defensas rivales, vendidas si no le dedican una protección extra y literalmente muertas si recurren o dobles o triples marcajes. Ahí, Jokic ya sabe cuándo y dónde va a estar el pase bueno, el compañero liberado. Con 127 triples-dobles, el cuatro de la historia por detrás de tres bases (Westbrook, Robertson, Magic), lleva seis temporadas seguidas por encima de las 7 asistencias de media, en las cuatro última su punto más bajo es 7,9 y ha sido el pívot más rápido en llegar a 4.000. No solo eso: lo hizo en 602 partidos, 302 menos de los que necesitó Wilt Chamberlain 904), el más rápido hasta que llegó él. Si se eliminan guards, solo LeBron James (575) lo consiguió en menos partidos. Ahora está por encima de 4.600, acelerando hacia el récord de asistencias totales de un pívot, las 5.660 del eterno Karem Abdul-Jabbar. Con Jokic (30 puntos, 13,5 rebotes y 9,5 asistencias en los mágicos playoffs 2023 en los que llevó a los Nuggets al primer título de su historia), dos veces MVP y una MVP de las Finales, no hay preguntarse si es el mejor pívot pasador de la historia. El debate ya es si es el mejor pasador de la historia. Punto.

En el serbio de Denver Nuggets, con una plenitud llevada al paroxismo, sobrevive un ADN que ha ganado títulos, dominado canchas de las calles a los megaestadios y conquistado el imaginario colectivo. Los mejores pívots han sido como mínimo buenos pasadores, si no más. Eso era una de las cosas que elevaba a Hakeem Olajuwon en sus duelos con Patrick Ewing, mucho más torpe a la hora de leer traps defensivos y doblar pases. Y eso estaba, sin duda. en el regio arsenal de Kareem, que promedió 3,6 asistencias y superó en tres temporadas las 5 por partido.

Los años dorados de los viejos colosos

El pase, desde luego, era también un arma para Bill Russell, del que se recuerdan los rebotes, los tapones y las defensas hercúleas, pero mucho menos su capacidad para incendiar transiciones vertiginosas tras coger el rebote, muchas veces sin tocar siquiera el suelo, y para encontrar en estático a compañeros que no eran verdaderos especistas en el uno contra uno y que, por eso, fueron mucho mejores gracias a él. Russell ganó once anillos en sus trece años en activo, promedió 4,3 asistencias y puso su techo de una temporada en 5,8 (1966-67). Fue, por ese juego genuinamente completo, la némesis de un Wilt Chamberlain que se hartó de meter puntos para nada (ocho años en la NBA sin anillo) hasta que decidió tirar menos y pasar más. Para 1967 ya promediaba 8,6 asistencias y, no por casualidad, ganó el primero de sus dos títulos. Un año después promedió 8,6 y lideró la NBA en asistencias totales (702). Más que cualquier base. Eso, la capacidad para entender que sus compañeros estaban libres si toda la defensa rival se obsesionaba con pararle a él, fue lo que convirtió a Superman (50,4 puntos por partido en la 1961-62) en un jugador total… y un campeón de la NBA. Cuando repitió título, en los Lakers de 1972, su juego había cambiado tanto que se parecía mucho al de… Bill Russell. Así es la vida.

Todo el mundo recuerda a esos gigantes (también a Marc, en su medida), como todo el mundo recordará a Jokic. Cuesta más recuperar, cuando se habla del passing big man, los pívots que ponían en marcha a su equipo, a Johnny Red Kerr, opacado entre los años cincuenta y sesenta por la rivalidad Russell-Chamberlain. Campeón como cinco rookie (1955) con Syracuse Nationales, los futuros Sixers, llegó nueve años después a las 3,4 asistencias por partido, en la prehistoria. Y lo hizo con un repertorio que tenía toque de fantasía (y más para la época), incluidos pases por debajo de las piernas, y que ya entonces se basaba en ganar la posición interior, esperar a que sus compañeros se movieran y dejarlos en la mejor disposición para anotar. Así, como Marc años después, se dieron muchas asistencias pero también se generaron muchos ataques limpios, terminados en canastas. La producción, recogida después por las llamadas hockey assists, que no aparece en las estadísticas básicas pero en las que muchos de los mejores pívots, Marc sin duda entre ellos, fueron excepcionales.

Muchas de las grandes historias de los setenta, una era de muchos problemas pero baloncesto maravilloso en Estados Unidos (no solo la NBA, también en la inolvidable ABA), no llegaron a cruzar el Atlántico. Y por eso cuesta pensar en Sam Lacey, un segundón que acabó siendo all star, no bajó de 3,8 asistencias por partido durante ocho temporadas seguidas y llegó a repartir 14 en una noche; En Alvan Adams, al que se le acabó volviendo en contra que su mejor temporada fue la primera, en la que condujo a los Suns a las Finales de 1976, lideró al equipo en asistencias como pívot rookie y comenzó el camino que le llevó a ser el cuarto en el total de pases de canasta entre todos los centers que han jugado en la NBA. Y uno que anticipó cosas que estaban por venir: con cuerpo casi de cuatro, se movía por todo el ataque y usaba una imaginación que le permitía arriesgar con pases peliagudos en los finales apretados de partido.

Mucho más canónico era el maravilloso Wes Unseld, una leyenda de los Bullets (hoy Wizards) que falleció hace cuatro años. MVP de la NBA en 1969 y campeón y MVP de la Finales en 1978, tenía el físico de un roble y se decía de él que podía mandar la bola sin problemas contra el tablero desde debajo de la otra canasta. Llevó a su equipo a cuatro Finales (ganó esa del 78) y se convirtió en la sublimación del jugador de equipo. Siempre el tiro como última opción, siempre el pase en la cabeza. Bloqueos de cemento, rebotes, posición en el poste y pases, pases y más pases (5,2 asistencias en la temporada 1975-76) para hacer funcionar a sus compañeros. Un estilo desde el que se puede trazar la ruta que llevó a Marc.

De Divac y Sabonis al maravilloso Bill Walton

Otra forma de llegar al 33 ahora retirado por los Grizzlies, y obviamente a Jokic, es la vía europea. La de Vlade Divac (5,3 asistencias por partido en la temporada 2003-04), que devolvió la imaginación a las canchas desde ese frontcourt ultra dinámico que formó con Chris Webber en aquellos Kings que acabaron siendo reyes sin corona. Desde el poste pero sobre todo desde el perímetro, de cara al aro y con un inconfundible toque balcánico. Y, claro, la de Arvydas Sabonis, ese eterno lo que podría haber sido si. El jugador que llegó a la NBA muy pasado su prime y muy castigado por las lesiones. Y aún así, con movimientos a cámara lenta y estadísticas que no hacían justicia a su talento, orquestó el ataque total de unos Trail Blazers que, como los Kings, se quedaron sin anillo por culpa de los Lakers de Kobe y Shaquille.

Con una coordinación imposible para su tamaño (un gigante de 2,21), Sabonis tenía además una visión de juego excepcional, mente y manos de base y una cinta de highligths que, también en sus últimos años, resulta irresistible. Pases por la espalda, sin mirar… un genio que podía haber sido, con un cuerpo menos castigado y un contexto político menos complejo que el de sus inicios en la URSS, todavía más grande en la NBA.

Pero, claro, hablar de what ifs, de qué habría pasado si, obliga a fijarse en Bill Walton, tal vez el mejor pívot pasador de siempre hasta que llegó Jokic, y desde luego un jugador que, sin las terribles lesiones en el pie que marcaron y redujeron criminalmente su carrera, habría quedado como uno de los mejores de la historia; un gigante rojo que hacía literalmente de todo en pista y ponía un toque de poesía donde otros operaban por pura fuerza bruta. Un interior enorme y que no rehuía la pelea pero que tenía alma de jugador exterior, de base facilitador. El padre de la blazermania, el MVP de las Finales de 1977 (el único título en la historia de los Trail Blazers) y la única razón por la que su equipo pudo con unos Sixers en formato transatlántico: Julius Erving, Doug Collins, Darryl Dawkins, Doug McGinnis, World B Free, Caldwell Jones…

Todo eso junto no bastó contra un Walton que promedió en la serie 18,5 puntos, 19 rebotes, 5,2 asistencias y 3,7 tapones. Que había sido el único jugador universitario a la altura de Lew Alcindor (después Kareem Abdul-Jabbar), ambos pívots de UCLA. Y que tenía un talento y una imaginación para pasar que hacía a sus Blazers, los que entrenaba el también icónico Jack Ramsay, arrebatadores: 50-10 para abrir la siguiente temporada… hasta que falló el maldito pie de Walton, que años después, y ya en formato reducido, fue campeón como suplente de lujo con los Celtics de 1986, uno de los equipos más mortíferos de la historia. Uno de los mejores iniciadores tras rebote, que ponía a su equipo a correr con los mismos reflejos que Russell y Unseld, tenía más imaginación que estos y fue, un adelantado, una especie de unicornio mucho antes de que se acuñara este término en la NBA. El primer pívot que disfrutaba poniéndose de cara al aro, y no de espaldas en el poste, para diseccionar la defensa rival y buscar el mejor pase posible. Siempre el mejor. Algo que muchos años después, es muy fácil recordarlo así con la camiseta azul de los Grizzlies, también hacía a las mil maravillas Marc Gasol. Uno de los últimos de una estirpe única.

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