FINALES NBA 2018

LeBron: la Bahía, el legado y los altares de la NBA

El alero de los Cleveland Cavaliers disputa su novenas Finales de la NBA, la octava seguida y la cuarta contra los Golden State Warriors.

San Francisco
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Cartel de LeBron James en Cleveland.
Angelo Merendino AFP

Cuatro años seguidos de las mismas Finales, la primera tetralogía de la historia del deporte estadounidense, conllevan una inevitable sensación de dejà vu. Pero, dentro de un obvio patrón de repetición, hay movimientos (algunos sísmicos: Kevin Durant, Kyrie Irving…) que cambian los ángulos y que transforman total o parcialmente la perspectiva. Desde luego estos Warriors no son el equipo cándido y fresco del Strenght In Numbers, que llegó a las Finales como un huracán destinado a quedarse pero también como un grupo de boy scouts que contemplaba fascinado toda la parafernalia de la lucha por el anillo. Como si en el vetusto Oracle, que llevaba cuarenta años sin acoger una Final, el peso de la historia hubiera caído a plomo con la redecoración y los convoyes de la NBA acumulándose en el inacabable párking que rodea a ese pabellón cuya silueta ahora se difumina, mientras los Warriors apuntan al lujoso Chase Center del otro lado de la Bahía, como lo que es: una reliquia de otros tiempos para el deporte profesional estadounidense.

Los Warriors han cambiado. Bastan cuatro años, y más en estos tiempos de hiperconectividad a los que el Chase Center va a servir de altar, para pasar ser de rebelión contracultural a poder fáctico. Ya se sabe: muere como un héroe o vive lo suficiente para convertirte en villano. Y de eso sabe seguramente más que nadie LeBron, que ha muerto y resucitado tantas veces a los ojos de la opinión pública que durante algún tiempo costó saber qué color predominaba en el caleidoscopio. Del LeBron insolente al LeBron conquistador y de ahí al funeral vikingo tras su fuga a Miami, la redención del hijo pródigo y unos años en los que ha desempeñado tantos roles como los Warriors le han obligado… o permitido. Del llanero solitario de 2015 al vengador regresado del infierno de 2016 y el competidor en paz consigo mismo de 2017.

Les guste o no a los dos protagonistas, hay un regusto de historia de amor/odio en las horas previas a esta Final, un enfoque distinto a la rivalidad mucho más descarnada que se respiraba hace un año, cuando seguía muy fresco el recuerdo de la cruenta batalla de 2016. Para los Warriors, LeBron es una especie de Jason Voorhees que siempre regresa, secuela tras secuela. Para LeBron, los Warriors son la última frontera, casi la única medida que le mantiene en la tierra y al mismo tiempo la prueba final de su grandeza: un equipo ya de por sí histórico tuvo que fichar a Kevin Durant para superar una derrota contra él. No la derrota: el trauma, la inseguridad que recorría la columna vertebral como un chasquido eléctrico. Como la alianza inacabable de Vengadores contra Thanos o la reunión de la Liga de la Justicia para hacer frente a Steppenwolf. Para una nueva generación de aficionados, LeBron es la criatura monstruosa que siempre regresa, pese a las cuchilladas o la montaña de cascotes sobre su cuerpo aparentemente muerto, con un cambio brusco de cámara y un efecto de sonido terrorífico.

La historia de LeBron, ligada a los Warriors

LeBron James pone un tapón sobre Andre Iguodala durante el séptimo partido de las Finales de 2016.

Los Warriors, sin querer, han ayudado a LeBron a superar su etapa post LeBron, a construir un legado que poco tiene que ver con ese 3-5 en Finales que tiene muchas papeletas (esa es la realidad) de ser 3-6 dentro de unos días. Mucha gente ha aprendido a apreciarle de verdad a base de verle caer echo jirones, con una franquicia (más: una ciudad y toda su leyenda negra) sobre sus hombros inacabables. En esta saga que va por el cuarto capítulo ha sido villano, héroe, patrón y mártir: todo. Y ha bordado todos los papeles. Recuerdo que en el cómputo global de los tres Warriors-Cavs anteriores, LeBron es líder en puntos (591, 448 Stephen Curry), rebotes (219, 178 Tristan Thompson), asistencias (165, 111 Curry), robos (33, 31 Green) y tapones (24, 16 Green).

Así que inevitablemente, y con los Spurs de Popovich ya lejos en el retrovisor, LeBron ha ligado su historia a la de los Warriors. A una Bahía a la que regresa casi 20 años después de sus veranos de partidos AAU con los Oakland Soldiers, ya una sensación en la era de internet y entre las aparentemente inofensivas historias que construyeron la primera leyenda del LeBron que acabó en la portada de Sports Illustrated (“el elegido”) y firmando por 90 millones con Nike antes de jugar un solo minuto en la NBA: el chico que se comía un helado de dos bolas justo antes de salir a jugar. Que había sido reclutado desde Akron, donde había llevado una vida nómada, de apartamento en apartamento, entre violencia y drogas y sostenido por la perseverancia de su madre Gloria, que lo tuvo a los 16 años, y el apoyo de la familia de su primer entrenador, Frankie Walker, que le acogió en su casa como a un hijo más. El chico que convirtió en sensación nacional al instituto de St. Vincent.St. Mary, donde los partidos pasaron a jugarse en la pista del equipo universitario porque reunían a más de 4.000 personas, y el que se iba en verano a esos torneos AAU de la Costa Oeste para acercarse más a la diana de los ojeadores universitarios. Paradójicamente, esos partidos demostraron que era tan bueno que ni iba a pasar por la NCAA. De hecho, él mismo se quejaba amargamente por no poder adelantar incluso más su salto a la NBA porque “hay jugadores de tenis que disputan torneos profesionales con 14 años”.

LeBron James y Kevin Durant se abrazan tras las Finales de 2017.

Los altares de la NBA

Por entonces Danny Ainge dijo que solo había cuatro o cinco jugadores que no traspasaría a cambio de LeBron. En 2007, Tim Duncan le susurro después de derrotarle que la NBA sería irremediablemente suya. Y lo ha sido, pero la unanimidad ha tardado. El pulido de su imagen pública, el ascenso de la figura intachable y combativa, la voz social firme, la rendición al jugador/dragón que con 33 años y en su decimoquinta temporada en la NBA juega mejor que nunca… y juega más que nunca. Son 3.769 minutos antes de las Finales, un 15% más que Jrue Holiday, el segundo que más ha estado en pista en la temporada NBA. De los protagonistas de la serie, el siguiente es Klay Thompson con 3.150. Stephen Curry no pasa de 2.204. En estos playoffs lleva 18 partidos, 11 de más de 40 minutos, 7 de más de 40 puntos. A los Celtics los eliminó descansando menos de dos minutos en los dos últimos, jugados en 48 horas. Después, exprimido y sentado en el suelo del vestuario, desmadejado, dejó una foto que será histórica. Como la que le inmortalizó celebrando con el público de The Q su canasta ganadora ante los Raptors. Como las grandes instantáneas de Michael Jordan o Ali, algo que se siente en las entrañas, pero todavía sin el poso de la perspectiva. Algún día las veremos y recordaremos que vivimos de principio a fin una carrera única cuyo final apunta ya sin duda al panteón de la historia del baloncesto. Cuando llegue el momento, cada uno tendrá que valorar exactamente en qué posición.

En 2007, Duncan le susurro tras derrotarle que la NBA sería suya. Y lo ha sido, pero la unanimidad ha tardado

LeBron lleva 100 partidos y va a batir, con 104 como mínimo, su récord en una temporada. Va a jugar su novena Final cuando solo tres franquicias tienen más en total: los inalcanzables Lakers y Celtics y los Warriors, que llegan a diez precisamente en esta de 2018. Y la octava seguida, lo que proyecta su sombra hacia los Celtics de Bill Russell, hace seis décadas. Es el máximo anotador de unos playoffs antes de las Finales por encima del Hakeem Olajuwon de 1995 (612 puntos por 594). Aquellos Rockets, por cierto, son el único equipo que siendo como máximo cuarto de la Regular Season ganó el anillo. El precedente al que puede aferrarse LeBron y el que inspiró la mítica frase de Rudy Tomjanovich: “Nunca subestimes el corazón de un campeón. En paz con lo que le rodea, LeBron aterriza en las Finales reconociendo que sintió que estos Cavs podrían quedarse incluso fuera de los playoffs, por consenso su peor acompañamiento a la lucha por título desde el equipo que perdió 4-0 con los Spurs en 2007 (Larry Hughes, Pavlovic, Gibson, Gooden, Ilguauskas, Varejao…). Y que la temporada había sido como un paso por Cedar Point, el gran parque de atracciones de Ohio: “Subidas, bajadas, idas y venidas, rosas, espinas en las rosas…”.

Este LeBron que reta a los Warriors aparentemente sin opciones demasiado reales es el LeBron preferido por mucha gente, como si hiciera falta un rival así para justificar un apoyo que en realidad tiene que ver con acabar apreciando en plenitud lo que aborrecían cuando se fue a Miami o cuando hacía el ganso en sus primeros viajes con el Team USA. Es un LeBron elevado a los altares, consciente de lo que ha llegado a significar como jugador, capaz de completar una profecía que le puso en el ojo de América, literalmente, cuando era todavía un niño. El LeBron que juega con su hija a pie de pista, que se aísla solo y envuelto en hielo después de victorias que le exigen un precio que casi ningún otro jugador podría pagar. No en esta era de baloncesto en la que ha jugado 168 partidos de playoffs desde 2011, en su travesía de ocho años sin faltar a las Finales: 2095 días entre el séptimo Lakers-Celtics de 2010 (el 78% de los 540 jugadores de la NBA ni habían llegado a la liga) y el primer Warriors-Cavaliers de hoy. Ese LeBron que es un kaiju en la pista, Godzilla salido del infierno, y un deportista ejemplar y vulnerable fuera de ella. El jugador que tenía un trono hecho a medida pero que lo dejó atrás para alcanzar, precisamente ahora y cuando en realidad tendría que estar caminando un declive que parece no llegar nunca, un lugar mucho más elevado: los altares de la NBA, los huesos de la historia del juego. Aunque pierda estas Finales o precisamente porque es muy, muy probable que las pierda.

LeBron James con su hija Zhuri en 2016.