SAN ANTONIO SPURS

Dedmon: el testigo de Jehová que le pelea el puesto a Gasol

El pívot está rindiendo de maravilla a las órdenes de Gregg Popovich. Su camino no ha sido fácil: su madre le prohibía jugar al baloncesto.

"¿Pero quién es Dewayne Dedmon?" Esa es la pregunta que algunos de los aficionados que siguen la NBA más de refilón se hacían hace unos días mientras el pívot jugaba minutos cruciales ante Warriors y Kings con Pau Gasol en el banquillo. Ese es Dewayne Jamal Dedmon. Una envergadura tremenda (mide 2,13 y pesa 111 kilos) al servicio de Gregg Popovich, un parche adecuado para el juego interior texano una vez que se retiró Tim Duncan y se fueron Boris Diaw y Boban Marjanovic. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio. Y más con Pau Gasol y laMarcus Aldridge como pareja interior titular.

Dedmon (nacido hace 27 años en Lancaster, California) no fue drafteado en 2013, se buscó la vida de los Warriors a los Sixers y se hizo hueco finalmente en Orlando Magic, donde (2014-16) se ganó su pellizco en la locura del mercado veraniego: dos temporadas, seis millones en San Antonio. Un gran contrato para él, un muy buen precio para los Spurs, que ganaban protección del aro y físico con un jugador que fue titular en 20 partidos con los Magic 2015-16. Contra los Bulls, el pasado 26 de marzo, acabó con 18 puntos y 13 rebotes en 22 minutos. Fondo de armario, un recurso que puede ser trascendental, para la franquicia texana... y un sueño casi imposible para un jugador que hace una década, camino de los 18 no había pisado una cancha de baloncesto. Se lo impedía su religión.

El deporte, contra las leyes de Jehová

Su padre fue un exmilitar que se suicidó cuando él tenía tres años. Había tenido otros dos hijos con su madre, con la que nunca se casó y que le sacó rápido de su vida, y otros tres con otra mujer. Su madre, Gail, estaba por entonces a punto de culminar su ingreso en los Testigos de Jehová, los restituidores del cristianismo primitivo que creen vivir en la crisis final de un mundo condenado al Apocalipsis en el que solo los verdaderos creyentes accederán a la vida eterna. Estos no solo recorren las calles tratando de expandir, puerta a puerta, su doctrina. También rechazan la Santísima Trinidad, interpretan la Biblia con absoluta literalidad y solo permiten obediencia a un Señor: no se puede votar, honrar a la bandera estadounidense, trabajar en cargos públicos o servir en el ejército. No hay vacaciones ni fiestas de cumpleaños, no están permitidas las transfusiones de sangre… y el deporte no está literalmente prohibido pero supone en la práctica establecer vínculos que no priorizan a Jehová.

Así que Dewayne Dedmon no podía practicar deporte. Probó con el voleibol al que también jugó su madre de joven, pero esta le apartó tras la bronca de un entrenador después de un partido (“nadie va a hablar a mi chico en esos términos”). El sueño de tantos padres, que en su descendencia pueda haber un deportista destacado, era una pesadilla para una madre cuyos hijos se encerraban en su habitación a leer y buscar enseñanzas en la Biblia después de cada discusión. Sin embargo, Dewayne Dedmon no paraba de crecer y poco a poco fue acercándose a la cancha de baloncesto de su instituto en Lancaster, una pequeña población rural a más de 100 kilómetros de Los Ángeles atravesando las montañas de San Gabriel en dirección al desierto de Mojave. Allí llegó la revelación, el proceso contrario al que sufre mucha gente que abraza la religión: él se encontró con una nueva pasión tal y como señaló después la que fue su profesora de historia, Cynthia Lehman: “Simplemente entró en el polideportivo y allí encontró el baloncesto”.

Más allá de la barrera del dolor

Con 18 años y sin haber tocado un balón antes, se estrenó en su año senior de instituto desde donde, sin dejar de crecer en rumbo a los siete pies, pasó a la Universidad de Antelope Valley y de ahí a USC, donde en su segundo y último año ya promediaba más de 2 tapones y 7 rebotes por partido. La extraña historia de la madre que no le quería dejar jugar y alguna lesión grave en su currículum (en la temporada 2009-10 sufrió una fractura de cráneo que le hundió el seno frontal) le dejaron fuera del draft… pero no fuera del baloncesto, su gran pasión desde que en Lancaster se presentó al entrenador Dieter Horton, que hasta entonces presumía de que de cualquier chico larguirucho de la zona podía decir “su dirección, el nombre de su novia y cómo le gustaban las pizzas”. No de aquel que se le acercó y le dijo “mi nombre es Dewayne Dedmon y quiero jugar al baloncesto”.

Aquel Dedmon al que puso a prueba Horton no sabía coger el balón, desconocía el nombre de las jugadas más básicas y acudía siempre a clase porque vivía muy lejos y su madre necesitaba el coche familiar para ir al trabajo. Él le regaló sus primeras zapatillas, unas Adidas de 35 dólares que Dedmon no se quitaba ni para dormir. Cambió de amigos, empezó a comer comida basura, a salir en pandilla (se hacían llamar "The Three Amigos") y a marcharse de casa con su bicicleta en lugar de encerrarse a leer la Biblia cuando discutía con su madre, de la que inevitablemente se distanció. Y que cuando salía a la pista “jugaba tan duro que superaba la barrera del dolor”. Tenía que recuperar mucho terreno después de 18 años sin pisar una cancha.

Mientras, su madre le concertaba visitas a personas influyentes de los Testigos de Jehová para tratar de reconducir sus pasos: el baloncesto le estaba corrompiendo. Solo con jugar un partido podría enfrentarse a sanciones en la tierra… y a la ejecución divina en la batalla del Armagedón. Gail quedó destrozada cuando su hijo optó por jugar e ir a la universidad para hacerlo. No iba a sus partidos, enredada en 70 horas semanales de servicio para su comunidad religiosa. Para entonces, Dedmon había dado el salto a USC, donde trataban de que su larguísimo cuerpo ganara músculo llevándole al bufet del equipo de fútbol americano y dejándole comer todo lo que quisiera para llevarle más allá de las 5.000 calorías diarias. En paralelo, se machacaba en el gimnasio y pulía en la cancha sus fundamentos con un irónico grito de guerra: “¡acabaré jugando de base!”.

Después llegó la NBA y la ocasión perfecta en los Magic, donde su estilo complementaba perfectamente el del pívot titular, el mucho más fino y menos físico Nikola Vucevic. En Florida, por fin, su madre comenzó a acudir a sus partidos y los medios estadounidenses empezaron a hacerse eco de su historia, casi la de una inversión del descubrimiento de la fe o más bien la del hallazgo de la fe en el baloncesto. Él no renuncia a la religión que le ayudó a ser el joven disciplinado que fue pero tampoco abraza el fanatismo de su madre, que se ha reconciliado con él... aunque no pierde la esperanza: “Le digo que seguiré rezando hasta que vuelva al redil. No pararé de hacerlo hasta que vuelva”.

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