Vuelven las ojeras: ¿por qué nos gusta tanto la NBA?

Pues sí, la NBA ya está de vuelta. Esta mañana han regresado las ojeras, los rostros desencajados por el sueño. El café vuelve a convertirse en nuestro necesario aliado para vencer los bostezos (admitámoslo, casi nunca se consigue). Y es que, desde hoy, el número de pupitres vacíos en muchos colegios y universidades (quiero pensar que más, mucho más en las segundas) aumenta sospechosamente. “¿Ahora, cuando el frío empieza a castigar?”, se preguntará algún despistado docente. No se habrá enterado: la NBA está aquí para quedarse. Al menos hasta la tercera semana de junio del próximo año.

La espera se ha hecho larga. Hace más de cuatro meses nos despedimos con la imagen de un equipo de fantasía (los Warriors) y un líder sacado de los dibujos animados (Curry) levantando el deseado y codiciado Larry O’Brien. Ese dorado trofeo que cada año acepta un único compañero de baile. Así de caprichoso es. Es la imagen más esperada, esa que aficionados y corredores de apuestas llevan ya días y semanas tratando de imaginar en su cabeza de cara a 2016 (¿qué tal se paga el anillo para una franquicia del Este que no sean los Cavs?).

Pero, ¿es esa la única razón por la que tanto nos gusta la NBA? No, no y no. Puede que casi siempre sus 82 partidos de liga regular se nos acaben haciendo largos, lo que no significa que no pasen cosas. Como un mate (exacto, el recurso fácil) que nos quita el hipo y hace chillar a la vez para después verlo un término medio de 15 veces en Youtube: que si en slow motion (el siglo XXI, amigos), con tal canción de fondo que tanto nos motiva, con la narración original en inglés… Al gusto del consumidor. Y es que sí, la NBA es un show en sí misma. Y en eso, los norteamericanos (sobre todo los estadounidenses) están a años luz. Nadie pretende competir contra ellos. Sólo observar, aprender e imitar. En especial en China. En Europa nos gusta más ir a remolque de los unos y los otros. Pierde el espectador. No así en la NBA.

Allí, presenciar un partido es una concepción cultural que va más allá de asistir a un evento. Las familias pasan la mañana o la tarde al completo. Se enfundan las camisetas y los colores de su equipo y van al pabellón. Allí comen cubos de palomitas de dos cabezas de diámetro, disfrutan con un sinfín de espectáculos, esa ceremonia tan yankee como la del himno, de los bailes de las cheerleaders, las kiss cam… Pero ante todo, disfrutan con el baloncesto. El gran activo de la NBA es su juego. Como Liga viva que es, los propietarios de los equipos pueden discrepar, el sindicato plantarse y amenazar con un cierre patronal (y llevarlo a cabo) y el comisionado aprobar una serie de cambios tanta para rectificar como para corregir lo que no va bien en cuestión de unos meses. Y no pasa nada. Cada uno, a partir de su propio punto de vista, busca tender puentes para mejorar su producto. Luego, la recompensa llega en forma de 24.000 millones de dólares de contrato de televisión.

Aunque claro, nada de esto sería posible si no tuviera a los mejores. Y los tiene, a los de ahí y a los de fuera (pocos son los que renuncian a probar fortuna). Antes, en el mundo de la canasta la NBA era lo más parecido a viajar a la luna. Ese planeta nuevo, sorprendente y desconocido es ahora una liga global. La de todos. Eso no quita que no puedas seguir alucinando (qué alguien me diga cómo no hacerlo) viendo a LeBron James en las últimas Finales, a Anthony Davis forjarse como el hombre llamado a dominar el mundo o a Chris Paul cargándose a los Spurs en un séptimo partido con aroma a cierre histórico pero que, afortunadamente, no ha acabado siendo así.

Imposible no emocionarse con ellos, pese a que ya no se les perciba como a esos exóticos marcianos que en España descubrimos en la década de los 80 en plena rivalidad legendaria entre los Lakers de Magic y los Celtics de Bird. Ahora tenemos a varios de los nuestros (Pau, Marc, Ricky, Ibaka…) siendo uno más. Formando parte de un elenco de estrellas que compiten entre ellas al límite de su capacidad física y técnica. Algunos de estos superhombres serán grandes amigos, otros en cambio no puedan ni verse. Pero el respeto y amor por el baloncesto no se negocia. Y si para dar la importancia histórica que merece a algún acontecimiento hay que parar el partido, se hace. Aunque no estés jugando ante tu público. Kobe Bryant jamás olvidará la merecida ovación que le brindó el Target Center de Minneapolis cuando superó a Michael Jordan como tercer mejor anotador de todos los tiempos. Porque la NBA es el pasado, presente y futuro del mejor baloncesto. Este deporte no sería lo mismo sin ella. Y nosotros sin las ojeras que nos deja. Empieza la fiesta.

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