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Un gallego que nos hizo gigantes

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Cuando Fernando Romay irrumpió en nuestras infantiles vidas (yo tenía 11 añitos cuando fichó por el Real Madrid) recuerdo que en el barrio (Carabanchel) todos los amigos de mi pandilla nos preguntábamos cómo alguien podía superar los 2,10 metros de altura. Clifford Luyk, Fernando Martín o Rullán ya nos parecían enormes, pero quedaban lejos de los 213 centímetros de este gallego socarrón, vivaracho y dotado de un sentido del humor tan agudo y sagaz como el número interminable que usa de zapatillas. Romay llegó con el libro de aprender abierto y gracias a la escuela insuperable del Real Madrid se convirtió en uno de los pívots más determinantes del club blanco y de la Selección Española.

Le recuerdo un partido memorable en el Palacio de Goya ante la Cibona de los hermanos Petrovic, Arapovic y Nakic. A estos dos últimos se los comió bajo los aros y terminó con 23 puntos y la afición entregada. Fernando siempre fue un culo inquieto. No se conformó con ver la vida desde las alturas. Su infinita amplitud de miras le llevó a probar como jugador de fútbol americano (jugó en Los Panteras de Madrid y fue recordado un triunfo en La Peineta sobre los Vilafranca Eagles) y después a ser un habitual en los magazines televisivos. Romay ha sabido transmitir su legado una vez colgadas esas botas del 56 que tanto apreciaba el recordado Pedro Ferrándiz en su museo de Alcobendas. Romay es un personaje con derechos de autor. No le imiten. Pierden el tiempo. Es único.

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