Stéphanie Frappart en el Bernabéu
Cuando empecé a ir al fútbol supe que el mejor elogio al árbitro, que yo recogía entre los aficionados veteranos que me rodeaban, era que no se había notado. Solía decirse de Gardeazábal, un vizcaíno alto y señorial, de rodillas huesudas, con un cierto aire inglés tan difícil de describir como de discutir. Los jugadores le seguían, le admitían, le respetaban. No era lo general. De algunos se esperaba la gresca: “Birigay, guirigay”, se decía, asociando el apellido de aquel árbitro canario, no tan malo, con la posibilidad de follón. Pero es que a casi todos se les esperaba con la escopeta cargada. A muchos de ellos les agradaba eso. Y lo fomentaban.
El miércoles arbitró por primera vez una mujer en el Bernabéu. Felizmente, tal cosa no fue tomada como un acontecimiento excepcional: lleva tiempo arbitrando partidos de hombres en Francia y en Europa, y hasta una final de Supercopa. Sólo que el Bernabéu es un espacio singular, algo así como Las Ventas en el mundo del toro. Había algo de ‘confirmación de alternativa’ en la presencia de Stéphanie Frappart como árbitra principal de ese Madrid-Celtic, algo que concentraba sobre ella más miradas de las que de por sí atrae cualquier árbitro. Pues bien: ella las reflectó, con su actitud sobria, relajada. Esto es lo que hay, yo arbitro, estad tranquilos.
Uno lleva tantos años viendo a tantos árbitros (digamos que no todos, ni más que un tercio, pero muchos) pavoneándose y haciendo tonterías que me resultó confortante la actitud sobria de Stéphanie Frappart, tan dolorosamente contrastable con nuestro histrión número uno, Mateu Lahoz, cuyas cartas marcadas delató inútilmente Canales. No sé cuánto tiempo pasará hasta que lleguen más mujeres al más alto nivel, pero conviene que no sea mucho y que las que lleguen sean bastantes. Uno no se las imagina tratando de mear más largo como hace tanto árbitro macho de ayer y de hoy, sino haciendo arbitrajes de los que no se notan. Como los de Gardeazábal.