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Si el fútbol no está para celebrar, ¿para qué está?

A los que somos de equipos humildes nos cuesta mucho entender la celebración contenida. Sucedió el pasado sábado, por ejemplo, cuando el Real Madrid ganó la Liga de ese modo desprovisto de épica gracias a los horarios de LaLiga, cuando muchos madridistas ya se estaban quitando los zapatos al llegar a casa. Tampoco hubo celebración oficial por el partido frente al Bayern. Y quizá por eso, o quizá por costumbre, mis amigos madridistas se felicitaron con un “pues ya está, enhorabuena chavales”. Y ahí se quedó la euforia. En suspensión, como una partícula de polen, hasta pasado el miércoles.

Creo que yo celebré con más furia la victoria del domingo del Celta frente al Villarreal, acariciando la permanencia. Los aficionados de los equipos humildes estamos acostumbrados a celebrar los pequeños triunfos de un modo exagerado, puede que también ridículo. Otros, con mejor suerte y mejor apatía, están acostumbrados a celebrar títulos casi con la normalidad de quien cumple un pronóstico.

Durante los actos del Athletic tras ganar la Copa del Rey leí algún mensaje en redes sociales criticando el exceso festivo. Para algunos aficionados hay algo casi impúdico en las celebraciones continuadas. Son integrantes de la “policía de las celebraciones” (PDC), organismo encargado de censurar a todo futbolista o aficionado que disfrute ostentosamente del bienestar generado por el trabajo bien hecho. Incluso si ese bienestar es histórico.

La “policía de las celebraciones” (PDC) actúa en todas las instancias. De hecho, los organismos futbolísticos trataron durante bastante tiempo de contener los arrebatos emocionales del fútbol. En 1982, la FIFA afirmó que los “exuberantes arrebatos de los jugadores que saltan unos encima de otros, se besan y se abrazan, deberían ser prohibidos en el campo de fútbol”. Años más tarde, la FIFA se vio obligada a dar marcha atrás y permitir lo que llamaron “celebraciones razonables”.

Si al fútbol le quitas la celebración se convierte en una cosa insulsa e inerte. Desconfía del aficionado que se queje de los fastos ajenos, y sobre todo de los propios. Desconfía de la “policía de las celebraciones”.

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