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Ricardo Ten, de padres a hijos

El ciclismo es el deporte más bonito del mundo. Es una afirmación un tanto osada, pero que fluye por mi subconsciente. Mi padre, Alberto, me la introdujo cuando era pequeño. Me hablaba (y me habla) de Indurain, de Chiappucci, de Rominger, de Perico, de Pantani, de Olano. De todo lo que se aprende siguiendo una etapa cualquiera. De la belleza de sus paisajes y del tiempo que pasa uno consigo mismo cuando pedalea. Puede que, por todo ello, Ricardo Ten se enamorara del ciclismo tras ganarlo todo como nadador. Quién no se enamoraría del deporte más bonito del mundo, incluso cuando la pasión flojea.

Ahora que todo el mundo quiere transmitirla (la pasión, la motivación y esa retahíla de palabrejas que se amontonan entre charlas casi siempre vacías), hay que escuchar a Ricardo. Cuando él, que perdió los dos brazos y una pierna con 8 años, te dice que “las cosas se deben afrontar de forma positiva”, te pone en tu sitio. Quería, sencillamente, “ser uno más”. Al final, se ha apoderado del primer cajón. En el agua, en el asfalto o en los mejores velódromos. Cuando mis hijos me pregunten, les seguiré diciendo que el ciclismo es el deporte más bonito del mundo. Y les hablaré de Contador, de Froome, de Valverde, de Pogacar, ojalá de Ayuso y Carlos Rodríguez y, seguro, de Ricardo Ten.