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Riazor ha vuelto. El Depor ha vuelto. El que nunca debió irse, el añorado, vuelve a la Segunda División por la puerta grande. Es un estadio ejemplar el de Riazor, un histórico con mayúsculas, el cofre donde habita el escudo del Deportivo de La Coruña, un club muy querido por mí, por motivos familiares que no vienen al caso.

Me he pasado la temporada enterita buscando en internet, escarbando en Google con las uñas, resultados de Primera Federación, como el que está en el extranjero y busca wifi, con auténtica ansiedad. Cuando veía que había ganado mi Depor, daba un par de saltitos de alegría sobre una sola pata. Y eso ha ocurrido, por suerte, habitualmente.

Al final se apretó ligeramente la cosa, pero hubo la suficiente intriga como para poder celebrar el ascenso en casa, en Coruña, en Riazor, y ante el máximo rival en esta temporada que todos los simpatizantes deportivistas recordaremos siempre como una temporada eléctrica. El regreso, el retorno, ya estamos aquí. Ahora toca pelear en la categoría seguramente más complicada del fútbol español, esa Segunda División de la que es tan difícil salir hacia arriba y tan fácil hacia abajo.

Un dolor de muelas. Pero sobra corazón, como el de Lucas Pérez, para agarrarse a un madero en este temporal y sobrevivir hasta que llegue el momento de dar el salto a la primerísima división. En Coruña son sabios manejando y dominando temporales, los futbolísticos y los marítimos.

Seguirán creciendo hasta que vuelvan al lugar que les corresponde, una Primera División sin el Depor es más fea. Falta uno. Falta uno de los equipos más queridos. Ese al que todo un país se abrazó el día del penalti de Djukic.

Ese que se paseó por Europa como si fuera el Brasil de los 70, el Brasil de Pelé. Yo estaré con el Depor y su gente allá donde ellos estén, da igual la división, da igual la categoría. Para categoría, la suya. Les sobra.

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