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Réquiem por los trofeos veraniegos

Hasta que no lo contrastas con alguno de esos locos bajitos que ven el fútbol a tu lado, ni reparas en ello: “Papá, ¿qué le dan al Real Madrid por ganarle a la Juventus?” Una de las decisiones más importantes en la vida una madre o un padre es resolver si dejarse ganar el primer partido contra sus hijos. Esa decisión va a marcar toda una carrera futbolística de partidos de pasillo y derbis familiares en el parque. El carácter ganador de las criaturas y la pusilanimidad de los adultos están en juego ad aeternum. Luego, además, viene el tema de los premios: la trascendencia que le da un chaval a las medallas y las copas, hitos que marcan la gesta, pedazos de memoria que de mayores despreciamos.

El verano futbolístico me devuelve a los trofeos que vivimos. Porque torneos (aunque el adjetivo de amistosos se imponga) sigue habiendo, pero se perdió el valor intrínseco del trofeo. En 1981, cuando tenía la edad que tiene mi hijo Guillermo ahora, se montaba un torneo internacional en un pispás, incluso para inaugurar las torretas de iluminación de un estadio. El Manchester City vino a Cáceres a jugar contra el Beveren belga, el Espanyol y el Betis y estrenaron las luces del estadio Príncipe Felipe. Y sucedían cosas como que el masajista de los citizens acabase jugando de lateral por las lesiones, o que Pes Pérez mandase a la caseta a los dos equipos por las continuas tanganas, y solo consintiese en seguir si ambos equipos escogían un jugador para ser expulsado ‘honoríficamente’ (el City escogió a mi padre, que había marcado de falta en la primera parte).

Ese mismo año, además del fulgor de Carranza, Colombino y Teresa Herrera, se disputó el Torneo de la Galleta en Aguilar de Campoo, el de la Uralita en Getafe, el Burgos se llevó el Trofeo Amistad de Éibar, el Betis ganó 1-0 al Jaén el Trofeo del Olivo, el Real Murcia se alzaba con la Carabela de plata de Cartagena y la selección húngara de Lajos Detari, mi cromo repe del Mundial 82, vencía en el Trofeo Naranja de Valencia. Recuerdo todo aquello mientras vuelvo a dejar ganar a mis hijos el enésimo partidillo agosteño y temo que me reclamen un trofeo que ya solo existe en mi memoria.