Hace poco le preguntaban al genial Richard Ashcroft si algún día dejaría de tocar Bittersweet simphony en directo. Dijo que no. Que esa canción había dejado de pertenecerle cuando se convirtió en el himno de toda una generación de británicos, y que ya no tenía derecho a negarles su escucha. Algo parecido ocurre con Rafa Nadal. Su espíritu ya no es suyo. Ahora es patrimonio de toda una generación de españoles que con él ha aprendido mucho de tenis, pero mucho más de valores. Así, Rafa decidió dejar de jugar profesionalmente, pero se retirará cuando lo decidan sus paisanos. Es decir, nunca.

Ese espíritu vive en Martín de la Puente, que es a la vida lo que el titán de Manacor a estar dos sets abajo en una final de Grand Slam. Su Djokovic, su Federer, ha sido el Síndrome de Proteus, una extraña enfermedad que le ha llevado a 15 cirugías severas, entre ellas la amputación de su pie izquierdo. Era bola de partido en contra jugando al resto, y acabó ganando el punto, el juego, el set y ese encuentro metafórico, contra sí mismo y contra lo que el mundo dice (cada vez menos, por fortuna) que tienen que ser aquellos que se encuentran en una situación tan aparentemente limitante como la suya. Digo aparentemente porque Martín, pese a todo, ha hecho una fabulosa carrera tenística. Ha sido número uno del mundo en dobles, medallista paralímpico y campeón de torneos muy importantes. El más importante de todos, que también figura en el palmarés de Rafa, el de su propia dignidad.

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