Que cuatro años no es nada
Hacerse mayor es la peor enfermedad del hincha. Las alegrías llegan tarde, nos avergüenza disfrutarlas o se confunden con otras anteriores, si las hubo, y si no, es peor, porque ya no sabes ni cómo disfrutar. Por contra, las resacas en la derrota son traicioneras, parecen pasar rápido, pero combinadas con la mala memoria (quién falló los penaltis), son perennes como solo la mala baba puede serlo. Como un mal sueño. El Mundial de Brasil, el de Rusia. Y el de Qatar en cuanto olvidemos... ¿qué goleada contra Costa Rica?
Todos los Mundiales llorados tienen un momento culpable. El remate de Cardeñosa, el penalti de Eloy, Míchel en la barrera, Tassotti, el autogol de Zubi, Al Ghandour. En Qatar ni siquiera estuvo en la tanda contra Marruecos. Fue un partido antes cuando empezamos a perder la alegría y el desparpajo, una de las recetas del Luis Enrique Fútbol Club, y la selección se encorsetó.
Todos los partidos tienen su excusa, pero el fútbol sigue siendo inexplicable. La derrota contra Japón, el equipo nacional que, asumiendo su propia parodia, dedicó una camiseta a sus dibujos animados, apoteosis del anime, nos dejó “cinco minutos” en la cabeza de Luis Enrique que le desquiciaron. El míster que había demostrado siempre ir un paso por delante empezó a perder el compás: el equipo fue incapaz de arriesgar por miedo a perder el balón, cuando lo que mejor hizo siempre es presionar arriba y poner en aprietos a rivales con centros del campo potentes como Italia y Croacia en la Euro, como Alemania en el grupo. No siempre es malo que el rival tenga el balón, si tu equipo sabe recuperarlo, con el rival desordenado, dejando espacios atrás. Por supuesto, un tiro de media distancia, un rebote como el de Croacia ante Brasil o el remate de Sarabia a la cruceta podrían haber cambiado los análisis, pero el misterio del fútbol lo impidió.
Para los que nos hicimos mayores en los fracasos, solo hay una ventaja de este último fiasco de 2022: para el próximo Mundial ya solamente quedan tres años y pico.