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París sale aclamada de los Juegos

Se clausuraron los Juegos de París, tres semanas frenéticas de espectáculo deportivo sostenidas por la gigantesca corporación que es el COI, bendecidas por la televisión y las nuevas aplicaciones de la tecnología digital, disfrutadas por la masiva afluencia de espectadores a cada competición, por pequeña y novedosa que fuera, celebradas en una belleza de ciudad, en el país que se empeñó más que ningún otro en establecer las reglas universales del deporte moderno, organizadas con un éxito indiscutible y festejadas por los deportistas, que venían de dos Juegos frustrantes (Río 2016 y Tokio 2020, víctima de la barrida mundial del COVID-19 y de la ausencia de espectadores en la mayoría de las pruebas olímpicas) y regresaron a una vibrante normalidad.

Un siglo después de organizar por segunda vez los Juegos Olímpicos (los de Eric Liddell y Harold Abrahams, en cuya aventura olímpica se basó Carros de Fuego; los del formidable nadador Johnny Weissmüller, luego Tarzán de película; los del saltador de longitud William de Hart Hubbard, primer afroamericano con una medalla de oro; el fondista Paavo Nurmi, el finlandés volador, y los sorprendentes jugadores uruguayos, que asombraron a Europa por su maestría técnica…) París 24 figurará por derecho entre las mejores de la historia, pertrechada con su propia batería de gigantes del deporte: Léon Marchand, Armand Mondo Duplantis, Sydney Mc­Laughlin, Simone Biles y una larga saga de campeones que provocaron desbordantes admiraciones en la capital francesa.

En términos prácticos y corporativos, el Comité Olímpico Internacional recogió grandes beneficios. Las turbulencias de los últimos 10 años (el escándalo del dopaje en el laboratorio ruso de los Juegos de Invierno de Sochi 2014, las dificultades económicas en Río 2016 y las ediciones aplazadas de invierno y verano en 2020) amenazaban los Juegos de París, más aún en los convulsos momentos geopolíticos actuales, tanto en el plano internacional como en el nacional. Los franceses acudieron dos domingos a votar la nueva Asamblea en medio de una crisis sin precedentes desde mayo del 68. Los ataques a la red ferroviaria en la noche previa a la inauguración olímpica añadieron más temores, no concretados durante los 19 días de competición.

Como siempre, los Juegos Olímpicos se venden como la gran fiesta del deporte, pero están cruzados por una densa red de tramas políticas y comerciales, disfrazadas, pero no tanto como para ocultarlas, en la conveniente narrativa de un espectáculo que no encuentra límites a su elefantiasis. Durante tres semanas, también se ha utilizado el deporte como sedante, inyectado en vena, en una audiencia cautivada por los mejores atletas del planeta. Mientras tanto, en el mundo real, la guerra continuaba en Ucrania, los bombardeos se sucedían en Gaza, las calles de las ciudades inglesas ardían con la ofensiva de la ultraderecha xenófoba y, cinco días antes de la inauguración de los Juegos, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, retiraba su candidatura a la presidencia de la nación, cuatro meses antes de las elecciones.

Ahora que se cierra el amable relato olímpico y regresa el hirviente mundo real, incluido el insaciable apetito del fútbol, el deporte cuenta medallas con gran amor propio, cuantificación que satisface a unos (Estados Unidos, que ganó la carrera medallista, y especialmente Francia, feliz por la gestión de los Juegos y su presencia en 64 podios) y abre debates en otros, como ocurre en el deporte español, que no rompe el techo de Barcelona 92. Una vez más, España recuerda que es un país que responde como pocos en el deporte altamente profesionalizado, y generalmente en especialidades colectivas, y ocupa segundas, tercera y cuartas filas en buena parte de las disciplinas olímpicas.

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