Özil en la cocina
Hace tiempo que tengo una teoría: todos guardamos un odio secreto e infundado hacia un aparato de nuestra cocina. Una antipatía irracional al frigorífico, por ejemplo. Algo que rozaría el racismo electrodoméstico. Hay quienes llevan sospechando del microondas durante años y se ponen el gorro de aluminio para protegerse de sus ondas, o están los que odian de manera injustificada a su vitrocerámica de inducción, o los que creen que el reloj del horno, que jamás funciona, conspira contra ellos. No lo confesarán, porque serían tachados de personalidad paranoide, pero es así. Tenía un amigo muy del Barça que en casa de sus padres tenía una tostadora Teka y un exprimidor Zanussi y cada vez que ganaba el Madrid los insultaba, como si fueran espías infiltrados del Real, diciendo que no podía ni desayunar tranquilo en su casa porque todo le recordaba a los blancos.
Luego está el otro extremo: vidas que gravitan alrededor de un electrodoméstico concreto. Matrimonios que veneran la Thermomix como si de una secta se tratara y evangelizan a los demás para que abracen su libro de recetas. O los que dependen del congelador lleno de tuppers para subsistir. O los que le hablan a la roomba como si de una mascota se tratara.
A mí lo del odio me pasa con el lavavajillas. Nunca me ha inspirado confianza. ¿Un túnel de lavados para platos y vasos sucios? Lo veo poco higiénico. ¿Fuente? Ninguna. Pero rayan los platos y siempre me dio dentera cuando salían los vasos calientes. Además en mi casa debo tener un cable suelto y cada vez que lo enciendo saltan los plomos. ¿Me sabotea el friegaplatos (me gusta llamarlo así y minar su moral)? No tengo pruebas, tampoco dudas.
Dicen que Negreira agasajaba a ciertos árbitros con sandwicheras. Todo lo que había hecho este hombre ya me parecía moralmente cuestionable. Pero esto excede ya cualquier límite de la decencia. Una sandwichera siempre parece buena idea, pero es un invento perverso. Nunca salen buenos. El problema es que muchas sandwicheras son como prensas hidráulicas y aplastan y deforman el sándwich, que deja de ser esponjoso y crujiente para convertirse en un sobre aplastado relleno de jamón y de un queso indefectiblemente ardiendo. Es un instrumento disfrazado de falsa utilidad y estéticamente deleznable. Como todo lo que rodea a Negreira.
A mi frigorífico, en cambio, sí le guardo bastante cariño y durante un tiempo tuve puesto un imán de la camiseta de Özil que me compré, todavía no sé cómo ni por qué, en México. Y ahí estaba, como la camiseta de Gasol colgando en el Staples Center. Ahora se retira, con luces y sombras, pero yo no olvidaré jamás al mediapunta más elegante que vi nunca llevando un contragolpe. Las filias y fobias son un misterio. Con los futbolistas y con los electrodomésticos.