Nadal nos enseñó a creer

Una de las grandes noticias deportivas del año ha sido la retirada de Rafael Nadal. Se ha escrito tanto de su trayectoria, que es difícil añadir algo nuevo sin caer en tópicos repetidos o en adjetivos desgastados, pero voy a intentar destacar un rasgo fundamental de su andadura, sin necesidad de recurrir a su palmarés y a su colección de récords, sino a un valor que ha transmitido a todos los coetáneos que hemos tenido el privilegio de seguir su carrera desde la eclosión de aquel muchachote con melenita y sin mangas hasta su reciente retirada. Cuando Nadal estaba en pista, siempre sabíamos que todo era posible, que la remontada estaba al alcance, que no podía darse nada por perdido. El indomable Rafa nos contagió la lucha, el inconformismo, la fe. Cuando el español competía, nunca podías dejar de creer. Nunca. Para desesperación de sus rivales.

En sus inicios, en aquel primer año mágico de 2005, Nadal provocó un cambio de reglamento en los Masters 1.000, que entonces se jugaban a cinco sets. Sus maratones en Roma ante Guillermo Coria y en Madrid ante Ivan Ljubicic hicieron replantearse la duración de estos torneos a la ATP. Porque Nadal nunca se cansaba. Ni se rendía. La tónica se mantuvo hasta sus últimos éxitos: recordemos que batió a Daniil Medvedev en la final del Open de Australia de 2022 cuando la Inteligencia Artificial solo le otorgaba un 4% de posibilidades de éxito. Son un par de pinceladas de su ejemplo de superación, pero hay muchas más. Como aquel interminable partido ante Roger Federer en Wimbledon 2008, cuando cambió el curso de la historia del tenis. Nadal no paró hasta doblegar al rey Federer en su jardín. El tesón de Rafa nos convenció de que siempre, siempre, hay una oportunidad más. Y eso es un valor que está por encima del deporte. Es un valor de vida.

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