Opinión

Manuel Esteban, Manolete: la bonhomía

No recuerdo haberle conocido ningún crítico ni enemigo, y menos que nadie su gran antagonista natural en este periódico, Tomás Roncero.

Alfredo Relaño
Actualizado a

Hoy nos hemos despertado todos con una mala noticia: la muerte de nuestro compañero Manuel Esteban, Manolete en su firma periodística gracias a feliz idea de José Ramón de la Morena, cuando le lanzó al estrellato desde El Larguero. De aquellos años retengo el recuerdo de frecuentes programas cara el público, en Madrid o fuera, con una chavalería que le aclamaba cuando salía al escenario. Su parte de fichajes, o rumores, cerca del cierre del programa, eran siempre el plato fuerte.

Tenía una agenda a la altura del mejor y un talante que le abría los corazones de los demás. No recuerdo haberle conocido ningún crítico ni enemigo, y menos que nadie su gran antagonista natural en este periódico, Tomás Roncero. Porque Manolete era atlético hasta la entraña profunda, a gala lo tenía y bien que se lo agradecían nuestros lectores rojiblancos. Era atlético al extremo de que sólo una cosa le gustaba más que una derrota del Madrid: una victoria achacable al árbitro. En esas ocasiones, aparecía en la redacción con una sonrisa de oreja a oreja, haciendo valer su convicción de que el Madrid todo lo ganó siempre robando. Pero había en su modo de encarar las discusiones futbolísticas una ternura que hacía impensable el enfado. Manolete fue una persona a la que le casaba a la perfección la palabra bonhomía.

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Fue fumador empedernido, y hace ya bastantes años que empezó a tener síntomas de un párkinson que le fue corroyendo. Se prejubiló un poco antes de los 65 y en un principio siguió dejándose ver, hasta que ya decidió recluirse. Hace tiempo que no cogía el teléfono. Al párkinson se unió el alzheimer, había dejado de leer (siempre fue un lector empedernido, sobre todo de libros de debate político y periodístico), y esas noticias nos llegaban vía su mujer, Pilar, que recibía llamadas frecuentes de amigos, entre los que corría después el parte, cada vez más sombrío. La última de esas llamadas la hizo Iñaki Cano y recibió la noticia fatal. Un Manolete ya sin consciencia ni memoria, delgadísimo (¿quién se lo podría imaginar así?) había muerto en una clínica especializada. Acababa de ser incinerado. Pilar no quiso alborotos, y lo entiendo. Desde aquí le envío mi mejor abrazo, y también a la hija de ambos, Marta. Y a Manolete un hasta siempre, en la convicción de que algún día, de alguna forma, volveremos a vernos. Y mi agradecimiento por tantos buenos ratos, muchos de ellos en compañía de Enrique Cerezo, al que noté profundamente apenado cuando conoció la noticia.

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