Las cábalas de un Clásico en Nápoles
He vivido muchas experiencias en el Bernabéu. La mayoría positivas y muchas otras traumáticas. Me pierdo muy pocos partidos y esta vez tenía la sensación de que ausentarme del estadio era un mal presagio. Varias goleadas dramáticas y derrotas imprevistas me han pillado fuera de mi asiento. El Mallorca de Eto’o, el Zaragoza de Milosevic y algunas otras de segunda fila en Copa del Rey. Cuando me regalaron un viaje a Nápoles que me hacía perderme el Madrid-Barça tenía la certeza de que mi placer era una mala noticia para el Real Madrid.
El sábado, en la ciudad de Maradona, creí sentirme en territorio de milagros, sucesos inverosímiles y prejuicios deslizados por las alcantarillas. Me senté confiado en un bar del centro histórico y el camarero puso a las 20:30 el Atalanta-Verona. Pensé que era una broma. Llegaron cinco catalanes, apostando por el 0-5, pidiéndole ver el Clásico y me vine arriba. Esa euforia se les iba a volver en contra seguro. Cualquier napolitano tiene más recursos que un ayudante de Ancelotti y los culés pudieron ver el partido en el teléfono del camarero con una señal de vete a saber dónde. Aposté por ver el partido en diferido en el hotel.
Después de pelearme con las aplicaciones enganché el partido con 0-2 en el minuto 60. Qué bajón. Volvieron todos los fantasmas. Insisto, soy el Viejo Casale de Fontanarrosa, el anciano al que llevan al estadio como un amuleto. Cuando fallo, el Madrid se come un saco de goles. Después recordé el 2-6 e incluso una reciente del Barça de Xavi y pensé que San Genaro, el profeta local, me apoyaría en esta remontada.
Pasaron los minutos y vi que los milagros del Madrid se licúan como la sangre de San Genaro en dos tarros en una iglesia de Nápoles. Leo en las crónicas e intuyo viendo los resúmenes que el Barça confirmó su superioridad en Chamartín. Este baño no lo habría arreglado ni siquiera mi presencia en estadio. El Madrid ya ha pasado la adolescencia de esta temporada que plantea volcánica.