Laporta y la épica del alambre
Joan Laporta aseguró en septiembre que si no habían llegado a la regla 1:1 era porque no les había dado la gana. Por entonces, el Barça acababa de inscribir a Dani Olmo –después de perderse los dos primeros partidos de Liga– gracias a la lesión de Christensen y tenía cuatro meses por delante para encontrar una solución y lograr los ingresos necesarios. Cuatro meses después, con la soga al cuello y al límite del calendario, Olmo (y Pau Víctor) aún no están inscritos.
Hacer los deberes, planificar, tener un proyecto y ejecutarlo, no se lleva en el Barça. La improvisación es lo que mola y se han convertido en adictos al chute de adrenalina que proporciona resolver las cosas en el último minuto. Se celebra como un gran éxito lo que daría vergüenza en cualquier club profesional de prestigio. Hasta 20 altos ejecutivos y directivos han dimitido en estos cuatro años de mandato de un Laporta que abraza cada vez más el populismo en un club arruinado que debería estar gestionado por los mejores profesionales y no por familiares, amigos y conocidos del presidente que llegó prometiendo transparencia y ha firmado ya dos contratos, Spotify y Nike, sin dar detalles de las operaciones y con un comisionista, Darren Dein, cobrando una millonada.
La épica de vivir en el alambre conlleva el peligro de pegarse una buena torta más pronto que tarde y lo peor es la sensación de que a los culés les da todo igual mientras la pelotita entre. El equipo ha caído en picado en la Liga, sólo ha ganado dos de los últimos ocho partidos y han perdido los tres últimos en Montjuïc. El efecto Flick se ha desinflado coincidiendo con la lesión y el bajo rendimiento de Olmo, que tendría que estar hecho de aleación de titanio para que la incertidumbre no le afecte, pero al final sospecho que será el técnico el señalado si las cosas no van bien –igual que Koeman y Xavi– en lugar de preguntarse en qué le están ayudando Laporta y sus mariachis.