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La crónica del segundo Dakar del Matador se envió desde Córdoba, Argentina. Aquel triunfo de 2018, ocho años después del anterior, suponía una reparación histórica para el piloto que revolucionó la velocidad de la carrera contra el desierto. Apuntalaba un palmarés único y se convertía en el ganador de mayor edad, entonces 55 años. ‘La última gesta del eterno Carlos Sainz’, era el título de aquella página en este periódico. El error del firmante, aquel y este, es flagrante: Sainz es eterno, posiblemente el único deportista español que ha competido en la élite de su especialidad durante cuatro décadas, y su victoria fue una gesta en la edición más dura de Sudamérica. Pero ni mucho menos era la última: a los Dakares de Volkswagen y Peugeot se sumarían después los de Mini (2020) y Audi (2024).

Cuando se escriben estas líneas, nadie sabe a ciencia cierta qué gesta será la última o si habrá una última como tal. En enero gana, en febrero reflexiona su futuro y a los pocos meses confirma un nuevo proyecto. Curiosa afición la de afrontar el Dakar por el camino más largo, y no es una metáfora de la navegación, sino el desafío de desarrollar un coche desde cero como ahora hace con Ford hasta llevarlo a recoger un ‘Touareg’, cueste lo que cueste. Hace dos años costó una fractura de dos vértebras. Antes hubo piedras, zanjas y barrancos. Muchos destacarán de Sainz el talento y la determinación, pero quienes le siguen de cerca distinguen otras dos cualidades que definen aún mejor la personalidad del piloto: pasión y sacrificio.

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