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La pena de ver a Piqué en el banquillo

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Choca ver a Piqué en el banquillo. Choca verles a él y a Jordi Alba, pero este al menos juega algo. Piqué nada, no sale de ahí, donde mira el partido entre perplejo y triste y verle así provoca reacciones encontradas. Por un lado está el ‘se lo ha merecido’ por tanto despliegue exhibicionista de estupendismo. Por otro lado está el buen recuerdo del grandioso jugador que fue y que no nos resistimos a esperar que vuelva a ser. Un central imponente, ganador, firme pero no violento, buen conductor del juego, peligroso en el área contraria, válido, como decía Sacchi que debía ser el jugador ideal, “para todo el campo, para todo el tiempo, para todos los campos”.

Emocionó verle en algunos de los últimos partidos del curso pasado, lesionado de la ingle, manteniendo por pura voluntad y colocación el tipo ante los ataques rivales, cumpliendo al límite del heroísmo con su equipo y con su nuevo entrenador, excompañero de tantas alegrías. Pero en ese momento me venía a la cabeza si con otra vida, otro descanso y otra dedicación fuera del campo, Piqué no estaría en condiciones menos penosas. No sé si Xavi pensaría eso mismo, pero la posición de central ha sido la más reforzada desde su llegada: Eric Garcia, Christensen y Koundé. Tres más Araújo, cuatro por delante. Piqué ahora es el quinto. Da pena.

Pero también está el Piqué fuera del campo. Aquel niñato que tiraba bombas fétidas, escupió a un directivo por la espalda o se chuleó ante un policía urbano. Luego profeta de las nuevas tecnologías (¿qué fue de Periscope?), conseguidor de patrocinio para el Barça, comisionista de ventaja con Rubiales, exégeta incomprendido del procés, creador de una nueva Copa Davis (viaje va y viaje viene a Madrid), presidente del Andorra y por ende presidenciable del Barça, finalmente pasto de ‘paparazzi’… Demasiadas naranjas en el aire. Una forma de entender el fútbol radicalmente opuesta a la de Xavi, que siempre practicó su profesión como un sacerdocio excluyente.