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El fútbol español se ha convertido en un tedioso juego de ping pong con dos equipos a cada lado de la pista. Uno de blanco y otro de blaugrana que ofrecen la clásica y limitada visión de una vida en dos bandos: Beatles y Stones; Oasis y Blur; Barón Rojo y Obús.

Alejados del resto de los mortales, los dos contendientes han sido cuidados con los mayores lujos de los que pueda disponer un club: prebendas a granel y una serie de tratos de favor de tipo judicial, económico, periodístico y, cómo no, arbitral.

Estos dos equipos, además, tienen una natural tendencia a presentarse como víctimas cuando los demás no pueden ni toser al árbitro, así que las palabras de Iago Aspas de hace unos días en el Diario AS cobran un sentido mayor: “Imagine lo que estaremos pensando los otros 18 de Primera cuando el Madrid y el Barça pelean por los árbitros”. El delantero gallego sostenía que el VAR es una herramienta fabulosa, sobre todo, para los más pequeños. Pero también nos ha demostrado que, si hace décadas, sospechábamos que los árbitros favorecían descaradamente a los dos grandes, ahora se confirma de manera empírica que, efectivamente, es así.

Arconada, espartano de Donosti, con su laconismo habitual dijo que el famoso “miedo escénico” del que hablaba Valdano, ateniense de Rosario, en el Bernabéu no lo padecían los rivales sino los árbitros.

Lo ideal sería realizar un gran congreso nacional que revisara todo el sistema arbitral. Que comprobase las motivaciones de los aspirantes, que incluso pudiera haber exfutbolistas para comprender mejor la psicología del juego, que cambiase el sistema de formación y, muy importante, que les enseñen a estar menos condicionados por el boato del duopolio, Madrid y Barcelona.

Dicen que el arbitraje está bajo sospecha desde el caso Negreira, pero no es cierto. Lleva una gran mancha negra desde hace décadas y nadie se ha atrevido a poner fin a esa suciedad. Una justicia que no se aplica por igual a todo el mundo no es ley, es robo. Y lo que se roba hay que devolverlo.