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Griffa, de San Mamés al calabozo y a El Pardo

Jorge Bernardo Griffa fue un central argentino que jugó en el Atlético del 59 al 69 y luego en el Espanyol. Todo un carácter. Hace años le visité en su casa de Buenos Aires y viéndole nadie le hubiera emparentado con aquel tremendo defensa al que el entusiasmo por su causa llevaba con frecuencia demasiado lejos. Para el madridista de la época fue el enemigo público número uno. Pero la peor bronca la tuvo en San Mamés, de donde fue directamente al calabozo.

Aquello ocurrió el 3 de marzo de 1963, a ocho jornadas del final de la Liga. El Atlético era segundo, el Madrid se le escapaba. El Atlético había hecho una gran campaña en casa, donde cedió solo un empate, pero fuera había perdido cinco. Griffa estaba harto. Aspiraba a ganar la Liga. El Atlético aún tenía que visitar el Bernabéu y eso le daba esperanzas. Griffa conjuró a los suyos: “¡Ya está bien! ¡En Bilbao tenemos que ganar!”.

Y no ganaron, empataron a cero, pero el partido fue bravo. El Atlético no era bien recibido esos años en San Mamés. Casi nunca lo ha sido, a pesar de ser hijo del club bilbaíno. Pero aquel día fue peor. Hubo palos y tensión, con Griffa en medio de casi todas las broncas. Cuando Bueno, aquel buen árbitro aragonés, pitó el final del partido, a Griffa le pilló al otro lado del campo. Mientras acudía a la bocana de vestuarios se desató un vendaval de abucheos. Se detuvo en la puerta a saludar a Bueno y el público entendió que lo hacía con retintín. Arreció la bronca. Cuando se retiró Bueno, él se quedó encarándose a la grada. Ahí se dividen las versiones. Según se contó en Bilbao, y siguen contando los que lo vieron, desafió al gentío echándose las manos a las partes pudendas. Según él, no pasó de levantarse la parte de arriba de la camiseta, con las dos manos, para hacer ver el escudo. En todo caso, su actitud encrespó aún más al público.

—¡Me volví loco! Yo era así. ¡Estaba dispuesto a pegarme con los 10.000 de esa grada, uno por uno, me sentía capaz! ¡Qué sé yo lo que me pasó por la cabeza! Por el Atleti, era capaz de cualquier cosa…

Al fin, la policía (los grises de la época) le retiró a empujones, no sin esfuerzo. Una vez dentro, le dijeron que quedaba detenido por alteración del orden público. José Villalonga, secretario técnico del Atlético y capitán del Ejército, se enfrentó a los policías. Hubo una larga disputa, en la que intervinieron directivos de ambas partes. La grada seguía llena, con la gente exigiendo que Griffa saliera otra vez. Al fin, Griffa fue detenido. Le metieron en un furgón de la policía que colocó su trasera en la misma puerta central de San Mamés. La multitud siguió enfurecida, en la grada o alrededores del campo, hasta que el insistente mensaje de la megafonía convenció a todos de que había sido trasladado a la comisaría.

—Allí me encontré con un comisario gallego, lo recuerdo aún por un detalle que luego le contaré. Me dijo: “Hombre, chico, ¡que yo soy del Atleti! ¿Cómo has hecho esto? Los vascos son muy suyos… ¿Qué hago yo contigo ahora?”. Me tomaron declaración y me dejaron en el calabozo, con cuatro o cinco carteristas. Yo quería pelearme con todos, no me bajaba el calentón, pero estuvieron amables conmigo.

El Atlético decidió que el resto del equipo partiera. Con Griffa se quedó un directivo, el Conde de Cheles, con su coche y su chófer. Consiguió que por la noche le dejaran salir, un poco de tapadillo, a ducharse y a dormir en el hotel, con la condición de regresar temprano a la mañana siguiente, para completar las diligencias. Así lo hicieron.

—A las once de la mañana habíamos acabado y salimos. Pero yo le dije al chófer que parara en la Avenida un momento. Paró y me bajé a pasear, y miraba a todos los que veía retándolos. ¡Aún me duraba el calentón! El chófer me seguía despacio, el Conde de Cheles me hacía señales de que me subiera en el coche, pero yo no quería. ¡Quería pegarme con alguien! ¡Así de loco estaba yo! Todos me miraban extrañados.

Después de un cuarto de hora de desafío itinerante subió por fin al coche, que partió hacia Madrid. Comieron en el Landa, en Burgos, llegaron por la tarde, directamente al club, a Barquillo 22, donde estaba entonces.

(Lo que sigue no se conocía. Todo lo anterior fue relatado en los diarios de la época. Lo que sigue me lo contó en ese encuentro en Buenos Aires y me chocó muchísimo).

—Allí me recibieron bien. Pero Fuertes de Villavicencio, un vicepresidente nuestro que era el Jefe de la Casa Civil de Franco, me dijo que al día siguiente teníamos que ir a ver a Franco a El Pardo. Me quedé muy inquieto...

—¿Y…?

—Pues que al día siguiente, después del entrenamiento, me recogió en su coche y me llevó a El Pardo. Llegaríamos sobre las doce y media. Pasamos varias salas hasta llegar a un salón muy largo, lleno de tapices. Al fondo había una puerta y junto a ella una mesita con un militar escribiendo a máquina. Villavicencio me dejó ahí:

—Espera aquí hasta que te avisen. Luego te recogerá un coche.

—Yo me quedé ahí, sin atreverme casi ni a respirar. Había unos asientos pegados a la pared. Yo no sabía si estar de pie o sentado. Me sentaba, me levantaba… En eso se abrió la puerta del fondo y salió Franco. Me pilló de pie y eso me alegró. Cruzó el salón hacia mí. Se paró, me miró y me dijo:

—¿Así que tú eres Griffa?

—Sí, Excelencia (Me habían advertido que se le dijera Excelencia).

—…el que la armó el domingo en Bilbao…

—Sí, Excelencia, es que no me pude contener… Yo soy de una manera…

—Mira, muchacho. Los vascos piensan que son más altos, más fuertes, más ricos y más listos que nadie. Pero a mí, que soy gallego y bajito, me hacen caso. Porque sé cómo tratarles. No montes otro lío así. Y ahora, vete en paz.

Insisto: me extrañó este relato. He tratado a personas que hablaron con Franco y todas coinciden en que siempre escuchaba y rarísima vez arriesgaba un juicio, y menos imprudente. Pero Griffa me aseguró que la escena se produjo como tal y una vez transcrita dio el visto bueno a su publicación. Por eso me decidí, no sin dudas, a rematar así aquella historia.

Por lo demás, tuvo una sanción gubernativa de 10.000 pesetas. Mucha multa para la época. El Atlético le hizo un acto de desagravio, defendiendo que en Bilbao corrió una versión exagerada de los hechos. Incluso mandó una carta al padre a Argentina, para tranquilizarle, porque el asunto trascendió hasta allá. Él hoy lo recuerda con cariño:

—Y es que yo era así. Por el Atleti me volvía loco…

Y tenía que ser verdad. Aún tenía el salón de su buen piso, en La Recoleta, decorado con fotos del Atleti de esos años. Ahí, por esas paredes, se le veía en distintas alineaciones con los Pazos, Madinabeytia, Rodri, Rivilla, Colo, Griffa, Calleja, Ramiro, Glaría, Jayo, Jones, Cardona, Ufarte, Adelardo, Luis, Mendoza, Gárate, Peiró, Collar…

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