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El Giro de Italia venía de una pasada década gloriosa, con unas ediciones históricas, imposibles de olvidar. El 2015, con la batalla entre Contador y el dúo de Astana formado por Aru y Landa; el 2017, con el triunfo de Dumoulin ante Quintana, pese a esa indisposición que obligó al neerlandés a hacer sus necesidades en el prado; el 2018, con la remontada de Froome y su antológica exhibición en la Finestre… Quizás, el último precedente divertido y con emoción lo encontramos en 2019, con esas cabalgadas de Carapaz frente a Nibali y Roglic. Ahora corren otros tiempos. Más descafeinados. Da igual si la razón es ubicar mejor las etapas más exigentes, o la participación. De hecho, en 2023 todos nos frotábamos las manos con ese duelo generacional entre Roglic y Evenepoel que se interrumpió a mitad de camino por el dichoso covid del belga. Nada sale. Sea cual sea el motivo, la realidad es que se echan de menos épocas pasadas. Demasiado. Algo no termina de encajar.

Y eso que la experiencia que hemos vivido en 2024, sin ser para tirar cohetes, ha mejorado notablemente a sus últimos precedentes. Todo ello, en lo que respecta a la general, gracias a Tadej Pogacar. Sí, el esloveno ha ganado cómo, dónde y cuándo ha querido, refrendando una superioridad que todos conocíamos. La cuestión es, ¿qué nos habría quedado sin sus exhibiciones? La respuesta, tan triste como cierta: prácticamente nada. Daniel Felipe Martínez y Antonio Tiberi fueron los únicos, aunque tímidamente, que propusieron algún ataque en todo el Giro sobre sus rivales, esos que de principio a fin se limitaron a ‘estar ahí'. Habrá que seguir invocando a la diosa valentía, esa que sí demostró tener Alaphilippe y los tres grandes descubrimientos de esta Corsa Rosa: Pellizzari, Steinhauser y el español Pelayo Sánchez. Los cuatro dignificaron la carrera con su ciclismo ofensivo, sin reservas, y dejaron lo mejor del Giro lejos de la lucha por la general. En ese escenario, sólo la maglia rosa dio espectáculo. Monótono, sí, pero espectáculo. Gracias, Pogi.

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