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Federer, esa eterna obra de arte

La belleza es “ese misterio hermoso que no descifran la psicología ni la retórica”, decía Jorge Luis Borges. Como el tenis de Roger Federer. El suizo no se despide como el mejor de la historia (ahí están los números de Rafa Nadal y Novak Djokovic), pero sí como el más técnico. La pureza frente al arrojo. Ver en directo a Federer en estado de gracia, asistir a uno de esos momentos en los que podía levitar sobre la pista, armar a cámara lenta golpes que sin embargo eran salvajes, es uno de esos espectáculos que no se olvidan nunca. Una facilidad, mitad natural y mitad fruto del trabajo, que a veces ha jugado en su contra. “Cuando gano, todo parece fácil. Y cuando pierdo es: ‘Este chico no lo está dando todo”, advertía ya el genio en 2003, después de ganar su primer grande en Wimbledon. ‘Federer es tan asquerosamente perfecto que ni siquiera suda’, hemos pensado todos alguna vez después de asistir a una de sus lecciones de ballet sobre la pista. Pura envidia, claro.

“Dice mucho que tú sirvas a 225 km/h y el tipo no tenga ni prisa. Tenía el control absoluto”, reflexionaba el cañonero Andy Roddick (en Master, la biografía de Chris Clarey) sobre las habilidades del prestidigitador que, sin correr, siempre se situaba donde había que golpear las bolas. Eficaz y a la vez elegante. De ese tipo de deportistas tocados por la varita de los dioses. Como lo estuvieron Michael Jordan y Julius Erving en la eternidad de sus vuelos. La visión periférica de Mirza Delibasic. La zancada de Sebastian Coe. El fluir sobre la bici de Hugo Koblet y Gianni Bugno. El deslizarse sobre el agua de Alexander Popov. La danza sobre el tapiz y la perfección de Larisa Latynina y Nadia Comaneci. La letal dulzura de Sugar Ray Robinson y el juego de pies de Muhammad Ali. Los trucos de Zinedine Zidane… Gente con algo diferente. Federer se va, pero seguirá presente. Como cualquier obra de arte.