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El Mundial líquido

En el país del gas licuado, estamos viendo un Mundial líquido, entendido esto como “estado de permanente incertidumbre”. Por ejemplo, el arbitraje alevoso que se llevó a Uruguay por el desagüe o el del argentino Rapallini que permitió a Marruecos hacer dos millones de faltas sólidas. También contemplamos a la Selección española jugar el mismo encuentro dos veces. El primero, ante Japón, como gran tragedia y el segundo, frente a Marruecos, como miserable farsa.

El concepto líquido también ha llegado al mundo de la comunicación. Stream significa “dejar correr, derramar, salir a chorros…” y eso mismo ha hecho Luis Enrique con su streaming. Ha dejado fluir una serie de nutritivas reflexiones que, de paso, han cambiado la imagen que los medios sólidos habían ofrecido sobre él.

En el terreno de juego, Japón liquidó a dos campeonas del mundo, Messi cambió la autoestima de su país en un regate y España se inmoló en el punto de penalti. Desde los despachos, Infantino no se quiso quedar atrás en cuestión de identidades líquidas y afirmó que era “qatarí, africano, gay, discapacitado y trabajador inmigrante”. Nos contó que le discriminaban de pequeño. Vamos, como a casi todos los niños de mi generación si no jugaban, curiosamente, al fútbol.

En el mundo de la arquitectura líquida hay una gran victoria española, que nace en el estudio madrileño de Fenwick e Iribarren. Se trata del Stadium 974 de Doha, compuesto por 1.500 contenedores, y que se puede transportar entero en un sólo barco. Tras el Mundial, será desmontado para evitar que, como en Sudáfrica y Brasil, se convierta en una ruina agonizante de dinero público. Ha costado menos de la mitad que cualquiera de los otros campos y cabe pensar que también ha dejado menos muertos ya que no se construyó sino que se montó como un mecano. Un estadio que no es un cementerio es un estadio más serio.

Eso sí, el corazón de los aficionados españoles está de funeral porque lo único sólido que le quedaba a mucha gente era este fútbol líquido.