El escudo del Pucela y las rayas del Atleti
Si El Corte Inglés o un gran banco o cualquier otra corporación de las que ofrecen un servicio a muchos miles de personas cambia su línea estilística en rótulos, colores o anagramas, ninguno de sus clientes se siente con derecho a oponerse. Si no le gusta, rezongará algo en su círculo, pero considerará que los dueños están en su derecho: es su empresa, la llevan como les parece y si en un momento les da por cambiar la imagen corporativa no hay nada que oponer. No es así en fútbol. El Atlético y el Valladolid, sociedades anónimas controladas por sendos consejos de administración, han cambiado las rayas del uniforme y el escudo, y se ha liado.
El fútbol no es un negocio más. Cada club es un depósito de sentimientos del que sus seguidores se siguen sintiendo propietarios. Teóricamente esto ya no sería así más que en los cuatro que aún son de sus socios, pero los aficionados de todos los demás se sienten igualmente propietarios. Algo mucho más íntimo que la relación cliente-proveedor les liga al club a cuyo estadio les llevó el padre desde niño, un amor a unos colores y un escudo que de repente viene alguien y los cambia en busca de una nueva imagen. Y se enfadan, aunque el Valladolid haya subido o el Atlético vuelva una y otra vez a la Champions y haya estrenado un campo estupendo.
Y no está mal que así sea. No podemos dejar los símbolos en manos del último diseñador contratado. Por muy cierto que sea que el abonado del estadio sólo paga ya una parte cada vez más menguante del presupuesto, todos sabemos que en su relación con el club hay algo tan íntimo que no se puede desairar. El Atlético, que viene topando con ello cada poco (ya le pasó con la reforma del escudo, luego con el paseo de las leyendas, ahora con las líneas curvas que pretenden evocar el curso del Manzanares), ha dado el paso de crear una vía de consulta con distintos colectivos de la afición. No serán dueños, no tendrán voto, pero sí tienen voz.