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En un parque de bomberos de California, una bombilla luce ininterrumpidamente desde 1901. La innovación tecnológica trae progreso pero, para instalar el imperio de lo nuevo y lo último, se requiere también la intrusión de la obsolescencia programada o de las modas. En última instancia, hemos normalizado la continua sustitución de nuestras posesiones: comprar, usar, tirar y volver a comprar.

“Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, decía don Sebastián en la zarzuela La verbena de la Paloma. No son solo los objetos. Todo parece fugaz, eventual; nada perdura. En otra época, uno entraba en una fábrica de aprendiz y se jubilaba en la misma. Hoy, el mercado laboral demanda flexibilidad: la empresa te envía a otra ciudad y hay que mudarse. Con el fin de las grandes verdades y el aumento de opciones ideológicas, no es raro cambiar de partido político cuatro veces en el mismo número de años. El catolicismo ya no ostenta el monopolio religioso: se difunden variantes del Islam, corrientes evangélicas o movimientos New Age. Hay quien transita por la meditación, después por el mindfulness y más tarde se pasa al focusing. Innovar es la consigna, mutar acorde con un mundo en movimiento y dejar atrás lo que huela a estabilidad y antigualla.

En medio de esa continua mudanza, algo permanece invariable: uno no cambia de equipo. Tras la jornada en que, de pequeño, acudes al estadio y te toca volver a casa apesadumbrado por la amarga derrota, ya no hay vuelta atrás: ese es tu equipo hasta el fin de tus días. En política hay tránsfugas, en religión conversos, y cuernos en el amor. Pero ello no es posible en el fútbol, lo que dice mucho de dónde residen nuestras fidelidades y devociones. El aficionado del Levante no se hará del Valencia porque su equipo haya descendido, ni el hincha del Eibar se pasará a la Real Sociedad tras quedarse a las puertas de subir a Primera.

Una parte de la población experimenta desasosiego ante las transformaciones de la globalización: lo tradicional, lo propio y local parecen diluirse en un maremágnum arrollador. La incertidumbre aumenta en tiempos de crisis, pandemia, guerra. Tal vez por eso, el aficionado se aferra a lo que no cambia. Le reconforta saber que, aunque ignora dónde estará mañana y qué será de su vida, puede tener la certeza de que seguirá gozando y sufriendo con su equipo de toda la vida. Y que nada ni nadie podrá alterar este hecho.