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Alpe d’Huez, Pidcock, Vingegaard y Pogacar

Galibier, Croix de Fer, Alpe d’Huez… La nueva cabalgada por los Alpes llegaba precedida de la amenaza de Pogacar, que tras su derrota en la víspera dejó en el aire algo así como aquel “¡Volveremos!” de MacArthur al perder Filipinas. Así que nos sentamos ante la pantalla pendientes de él, pero el espectáculo estuvo en otro lado. El espectáculo lo dio el jovencísimo inglés Pidcock, estrella de mountain bike (oro olímpico) y de ciclocross (campeón del mundo) y desde ya figura emergente en el ciclismo que tenemos por mayor, el de las grandes rondas. Su descenso en el Galibier y su ascenso en el Alpe d’Huez son inolvidables.

Eso compensó la decepción que produjo Pogacar, un doble ganador del Tour que en estos dos días ha hecho sendas cosas incomprensibles. Anteayer, con el maillot, jugó al ataque. Ayer, sin él, jugó a la defensiva. Al revés que Jumbo, que atacó la víspera y defendió ayer, prietas las filas, en torno a Vingegaard. Pogacar limitó su reacción a dos pellizcos de monja, dos ataques bruscos pasada la mitad del Alpe d’Huez a los que Vingegaard respondió con reflejos y energía que hablan de su buen momento. El tercer ataque de Pogacar fue ya en la meta para la gloria tardía e inútil de ganar el esprint de los gallitos. Otro gasto inútil de los que le caracterizan.

La etapa deja, decía, el descenso vibrante de Pidcock en el Galibier, con pasadas de motorista, y su ortodoxa y firme escalada al Alpe d´Huez, eliminando con su pedalada constante a los cuatro compañeros de escapada, entre los que estuvo Froome. Un alarde en ese escenario único del deporte mundial, las 21 curvas que estrenó Coppi, flanqueadas por una multitud entra la que se cuela un 1% de imbéciles irrespetuosos que corren, empujan, se cuelan para hacerse selfies o, última moda y peor, agitan botes de humo de colores para hacerse notar. Una desdicha que tiene poca solución, porque no se pueden poner puertas al campo ni sensatez a los idiotas.