Los energéticos

Llega la factura de la luz y me deprimo, veo el contador del gas y tengo sudores fríos, voy a repostar combustible y estallo. Para olvidar, busco refugio en mi fútbol, y es casi peor. Como en un laberinto semántico, leo crónicas, escucho tertulias y, definitivamente, caigo redondo. Con los precios más altos de la electricidad y la gasolina, con la inflación por las nubes, he empezado a cogerle tirria al balompié que hoy predomina. Energía, energía, energía. Nunca se pagó tan cara y a la vez nunca se habló tanto de su necesidad con el balón: vigor, ida y vuelta, N'Golo Kanté, dinamismo, reciedumbre, camavinguismo… Tres años llevan los equipos del norte metiéndole ritmo a la Champions y poniendo en fila de a uno al resto del mundo, desbordantes de furor, de movimientos, de potencia, mientras quijoteamos con nuestra idea de toque, posesión y caracoleo. Suerte que Luis Enrique se cayó en el tonel de guindillas de niño y se las inyecta a nuestra Selección. Y menos mal que existe el milagro Real Madrid y que el Submarino Amarillo torpedea. Porque el riesgo de trauma generacional no me lo quita nadie.

Ecos de infancia acomplejada: en 1971, los países exportadores de petróleo empezaron a liarla. Cansados de ser los paganos de las potencias mundiales, aún más dependientes del petróleo que hoy, los estados de la OPEP empezaron a subir precios y a apretar a las compañías petroleras, hasta llegar al embargo de crudo a EE UU (qué precioso lo cuenta Paul Thomas Anderson en la película Licorice Pizza) en la crisis del petróleo del 73. También entonces el fútbol europeo se rindió a los pies del fútbol total: de 1970 a 1984, holandeses, alemanes e ingleses monopolizaron la orejona, mientras aquí teníamos a Los energéticos de Esteso y Pajares llevando la preparación física.

¿Seguimos a nuestro ritmo? ¿Nos ponemos a correr? O quizá buscamos la energía alternativa. Renovable, ecológica, transparente y barata, la que se generó en Anfield con Cristiano y los hinchas caminando junto al futbolista más temido del rival más odiado. Esa fuerza mueve tribunas, aleja oligopolios y, por qué no, quizás acabe levantando Copas de Europa.