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El mundo occidental se ha volcado con los exiliados de Ucrania. Ante la barbarie, resulta esperanzador que aún sintamos compasión y nos armemos de solidaridad con el agredido. Reconforta el compromiso humanitario. Sin embargo, el gesto luminoso deja al descubierto también nuestro lado oscuro. Los medios han recalcado que la tragedia se ceba con quienes "parecen nuestros vecinos", "europeos civilizados", "rubios, de ojos azules", no extraños que huyen de alguna guerra en países lejanos, como Irak, Afganistán o Siria. Con estos últimos no empatizamos igual, claro.

Quizá no seamos racistas, pero sí tendemos a racializar al otro, es decir, a mirar, valorar y juzgarle, en función de su color. En el fútbol, que es un espejo de nuestra sociedad, resulta frecuente que se subrayen las cualidades físicas del jugador negro, en contraste con el estilo de otros futbolistas más cerebrales. Así, una carrera de Adama Traoré siempre es "bestial" (a semejanza de la Bestia Baptista), mientras el pase de Modric es "quirúrgico". Desde el siglo XVI, cuando Sevilla era, junto con Lisboa, el principal puerto de entrada de africanos esclavizados, arraigó una singular manera de racializar al negro: la animalización o bestialización, es decir, la asimilación del sujeto a algún ser irracional, normalmente exótico y temible. Resulta significativo que medio milenio después, animales como la pantera hayan servido para apodar a tantos jugadores racializados, desde el portugués Eusebio hasta Patrick Kluivert, Frédéric Kanouté o Iñaki Williams.

Valdano era el filósofo; Xavi Hernández, la calculadora, pero a Adebayor se le apodó la serpiente de Lomé; a Edgar Davis, el pittbull; a Eto'o, el león indomable, el chacal o el alacrán. Ya sé que también jugaron el Cuco Ziganda o el ratoncito Pardeza, pero en dichos animales resuena simbólicamente lo doméstico, lo inteligente, lo amable, no el instinto salvaje, feroz y asesino.

No digo que a los jugadores les disguste ni que se les apode con ánimo denigrante, pero, involuntariamente, estamos recreando una antiquísima dicotomía —nada inocente— que separa lo humano, lo normal (nosotros), de lo bestial, es decir, lo inhumano, lo anormal (siempre los otros). Los españoles deberíamos saberlo: no todos nuestros semejantes son rubios de ojos azules.