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La mala suerte es para el que la trabaja

El Barça no se zafa del desastre. Vive pegado a él, dando patadas a la mala suerte que lo domina como si adorara al becerro de carbón que le dejan los reyes que le son esquivos. El gol de Luuk de Jong fue el preludio de una lucha por perder, así que Xavi decidió hacer malabares resbaladizos desde la banda, envenenó la confianza de la delantera recolectando para ella a un desconocido Depay, menos implicado (aún), convirtió al Granada en un equipo atraído por una defensa disminuida y al fin le entregó un punto a su antiguo amigo, Robert Moreno.

Fue una gran decepción. Los aficionados vemos los partidos como si de su resultado dependiera nuestra propia buena suerte. El cántaro del Barça ya nos lleva decepcionando tanto que cuando el marcado va 0-1 a favor rezamos para que el otro no se crezca. Como Dios no se ocupa de estas cosas (y hace bien) ni los futbolistas que quedan con cierta ilusión en el campo son capaces de seguir nuestras infructuosas oraciones.

El Granada hizo lo imposible por aguar la fiesta magra con la que pretendía irse Xavi. Pero no hubo fiesta final. El empate es como un premio de desconsuelo. El equipo sigue en la zona de nadie de LaLiga y vuelve a depender de un milagro. Dios, ya digo, no está para milagros, así que quedan días de resignación y algunos minutos de confianza. Y esta última se está ahogando justo al borde del medio campo, donde se sienta el aún entusiasta entrenador tan azulgrana.