Álvaro García-Nieto

El partido perfecto

Intentaba llevar una vida perfecta, trataba de evitar los errores y, sin embargo, se me daba bien acumularlos. Nada ha cambiado, solo que antes me frustraba y ahora intento bendecir los errores, considerarlos parte de un todo que tarde o temprano dejaré de considerar un error. Pienso en la nota de piano del segundo cuatro en Roxanne, de The Police, culpa de que Sting se sentara sobre el teclado. Pienso en Albert Hofmann intoxicándose por error mientras sintetizaba una muestra de cornezuelo de centeno: tuvo que ser llevado a casa en bicicleta por su asistenta en lo que fue el primer viaje de LSD. También pienso en la cantidad de platos que habrán sido inventados por error, porque alguien confundió un ingrediente o se pasó de cocción. O en la de conversaciones que se habrán dado al teclear mal un número de teléfono. Pienso en Vicente Moreno y Alessio Lisci.

El fútbol, y algunos dirán que como la vida, consiste en minimizar las imprecisiones. Y a la vez, no. Para Bilardo el partido perfecto era el que acaba en empate a cero y sin ocasiones de gol: significaba que ningún equipo había cometido errores. Pero luego llega un partido como el del sábado en Cornellà y sólo queda felicitarse por pertenecer a una especie tan sumamente imperfecta y, por consiguiente, entretenida. Porque en el fútbol la acumulación de errores se traduce en diversión. Y divertirse lo es todo. Nunca un partidito en el patio o en la calle acabó en empate a cero. Y así empezamos todos.

Javi Puado, en el instante de convertir el 4-3 del Espanyol-Levante.

Enrique Ballester publicó el mismo sábado una columna sobre las pachangas de niños en la calle que acababa así: “No conozco nada que funcione mejor para mantener algo de fe en el fútbol, en lo feo y en lo bonito, que sentarse a ver esos partidos”. Iván Molero, por su parte, resumía así el Espanyol-Levante: “[…] a cambio te reconcilia con el fútbol emocional, de barrio y patio del cole, el que nos enganchó para siempre”. A falta de perfección, los errores son una cuestión de enfoque: reír si te has sentado encima del teclado; volar si te has intoxicado; tratar de marcar el cuarto si has encajado tres y, si no, al menos acabar habiendo chillado y gozado.