La parábola del Sheriff en el Bernabéu

El Sheriff tiene el nombre kitsch de las parodias del fútbol en el cine de los años 70, cuando las inolvidables Rosana Yanni y Claudia Gravy jugaban con mini short en Las Ibéricas FC. Nadie se tomó en serio a un equipo de nombre tan extravagante cuando se sortearon los grupos de la Liga de Campeones. Parecía una broma enfrentar al Real Madrid, ardiente defensor de la elitista Superliga, con el campeón de la Liga moldava y orgullo de Transnistria, pequeño país que remite a la geografía de Tintín y retrata las particularidades de la desintegración soviética. Un agente de la KGB fundó la empresa de seguridad Sheriff, patrocinadora de un equipo que representa al potente sector ruso en la región, vinculado a Vladimir Putin. Desde esa vertiente, el Sheriff no suena a broma. Desde la futbolística, tampoco. Pasó por el Bernabéu y ganó un partido que enorgullecerá para siempre al club y a la región de Transnistria.

El resultado tendría el aire de un alcorconazo mundial si no fuera porque al Real Madrid le queda tiempo y partidos para recuperarse del golpe. En cuanto al orgullo, la herida es profunda. Es uno de esos partidos que invitan al chiste fácil y los memes, pero no merece tomárselo a la ligera. En realidad, no fue otra cosa que el fútbol en estado puro, la movediza arena donde un equipo sin la menor tradición irrumpe en el santuario del César y lo derrota.

No había sitio para el Sheriff en la fracasada Superliga, ni lo habrá en los sucesivos intentos de instaurar un campeonato cerrado, sin ascensos, ni descensos, a la manera estadounidense de entender el deporte y el negocio, donde las franquicias se mueven de un lado a otro al ritmo del dólar y los intereses de los propietarios. No es que el Sheriff, sin un moldavo en sus filas, sea un ejemplo de representatividad natural, pero sí de lo sagrado que es el mérito y sus consecuencias en el fútbol.

El Sheriff ha aprovechado la oportunidad que el fútbol ofrece de caminar y progresar. Lo ha conseguido en buena ley, en el campo. Eliminó uno por uno a todos los rivales que encontró en la primera fase de la Liga de Campeones, una espinosa travesía de partidos por el arcén veraniego del calendario. Primero, el Alashken armenio, después el Estrella Roja de Belgrado y por último el Dínamo de Zagreb. A esta escalada le siguió la victoria sobre el Shaktar Donetsk en el primer partido de esta fase del torneo. Y finalmente, su histórica llamarada en el Bernabéu. Con esta clase de sorprendente material se construyó el fútbol y conquistó el mundo, no con menús cerrados para un puñado de patricios.

La derrota dejó al Real Madrid con una sensación de incredulidad, un mal sueño que no debería de provocar sudores fríos, aunque su historia esté tantas veces marcada por las consecuencias de resultados igual de imprevistos. Las eliminaciones con el Odense (1995) y Alcorcón (2009) quebraron el ambiente del madridismo y colocaron a los entrenadores —Jorge Valdano en el primer caso, Manuel Pellegrini en el segundo— en una situación que derivó en insostenible.

En cuanto al juego, el Madrid fue víctima de los extraños designios del fútbol. Jugó mejor que contra el Villarreal y exigió una noche memorable del portero del Sheriff, espléndidamente respaldado por los centrales Arboleda y Dulanto, imbatibles en las disputas aéreas. Flojeó de nuevo una defensa, o un sistema defensivo, que sigue sin transmitir las garantías adecuadas. No es un problema cualquiera.