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Tokio resiste y avisa a los navegantes

La ceremonia de despedida de los Juegos invita por naturaleza a la inmediata nostalgia, como las fiestas populares, que se cierran con alegres tracas de fuegos artificiales, pero no consiguen ocultar la tristeza que supone pasar del festejo a la actividad cotidiana. Los Juegos de Tokio han sido especiales por varias razones. Marcados por la ausencia de público, dictada por el temor al repunte de la pandemia en un país que había trabajado con eficacia para contenerla, los Juegos no dejaron la nostalgia para el final. Fue tan palpable en el día de la inauguración como en el de clausura. Nunca se han celebrado unos JJ. OO. en las condiciones que han presidido los de Tokio. ¿Sería posible o tendría sentido organizar otros en la misma situación?

Tokio registra en los tres últimos días las mayores cotas de infección por COVID-19 desde el comienzo de la pandemia, en marzo de 2020. Aunque la situación hospitalaria se ha agravado, las estadísticas no corroboran las temibles cifras que se anticipaban antes de comenzar las competiciones. En el amplísimo espectro de atletas, preparadores y dirigentes, todos bajo el paraguas del Comité Olímpico Internacional, sólo se han producido 300 casos, sin que se haya producido un reguero de contagios.

Sí se han producido consecuencias deportivas: atletas como Sam Kendricks, el principal rival de Mondo Duplantis en el salto con pértiga, dio positivo por COVID y no pudo disputar la prueba. El español Jon Rahm, tampoco pudo participar en la competición de golf, a la que llegaba entre los favoritos. Durante estas dos semanas, varios de los afectados han permanecido aislados en las habitaciones de los hoteles destinados al cumplimiento de las cuarentenas. Algunos deportistas lo han descrito como un doble calvario: la frustración por no participar y la angustia del encierro forzoso en la ciudad a la que habían dedicado sus sueños.

Si la televisión y sus contratos han obligado a la celebración de los Juegos, también es cierto que este acontecimiento desmesurado sobrevive y es posible organizarlo por la mera existencia de la televisión. Sin cámaras que nos informen de las competiciones, es decir, en el regreso a un mundo anterior a los años 60 del siglo pasado, los Juegos no existirían. El COI se favorece de la tecnología y la tecnología se beneficia de un espectáculo que cautiva al mundo. Más que nunca, han sido los Juegos de la televisión.

Pronto se conocerán las primeras consecuencias económicas y políticas en Japón, que soñó con organizar los mejores Juegos de la historia y se ha visto obligado a gestionar la edición que nadie en su sano juicio desearía. Desde esa perspectiva, Tokio ha ganado un pulso casi imposible. Se han disputado todas las jornadas y sólo los temporales han retrasado algunas pruebas. El éxito organizativo ha sido clamoroso. Tokio pretendía reeditar los brillantes Juegos de 1964, decisivos en la vertiginosa escalada de Japón en el ranking industrial y económico, pero se ha visto obligada a administrar una pesadilla. Pues bien, ha sido la pesadilla mejor gestionada que se recuerda en el deporte.

Japón ha convertido los Juegos en un acto de fe, eficacia y resistencia. Ha salido ganador del desafío, avisando que su tremendo ejercicio sólo tendrá sentido esta vez. No hay megalomanía que aguante una situación como ésta. El Comité Olímpico, las televisiones, patrocinadores y atletas saben que los Juegos de 2020 se han disputado al borde del abismo en 2021. Todos respiran, pero el susto ha sido tan brutal que llega la hora de las cautelas y las reformas para el futuro.