Prodigios y derivadas
Una jornada de prodigios en la pista trasladó el atletismo a los años 80, época que registró marcas que han persistido más de 30 años como récords, especialmente en el sector femenino y en los lanzamientos masculinos. En Tokio, la jamaicana Elaine Thompson clausuró en los 100 metros el récord olímpico de Florence Griffith. En la final de 200 se asomó (21.53 segundos) a la marca olímpica y mundial (21.34) que estableció la estadounidense en los Juegos de Seúl 88. La vio de lejos, pero abrió una ventana que ha permanecido cerrada desde entonces. Más impresionante aún resultó la final de 400 metros vallas, en la que el noruego Karsten Warholm repitió en Tokio lo que Mike Powell consiguió en el mismo escenario hace 31 años. Powell se marcó un beamon -con 8,95 metros batió el célebre récord (8,90) de Beamon en México 68- y Warholm escenificó un bolt en la final olímpica, con el apoteósico nuevo récord mundial: 45.94 segundos. Por primera vez, un hombre baja de 46 segundos en los 400 metros vallas.
Sabemos por qué varias de aquellas marcas de los años 80 han perdurado más de lo que obliga la lógica. Las drogas ilegales corrían a borbotones en el atletismo. Los récords mundiales de Griffith en 100 y 200 metros (año 88), Marita Koch en 400 (85) y Jarmila Kratochvilova en 800 (83) se resisten al óxido y tienen pinta de aguantar unos cuantos años más, salvo que los Juegos de Tokio conviertan su tendencia a producir fenomenales registros en la pista en una próxima revolución a gran escala. Es decir, trasladar a otras distancias la casuística que se ha producido en las pruebas de largo aliento, desde los 5.000 metros hasta el maratón.
¿Qué razones hay para pensar en un próximo estallido de récords? No faltan tesis que lo expliquen: progresos en la preparación, dietética, profesionalización, irrupción de superclases aquí y allá, avances tecnológicos y, sí, también dopaje. Cada una de las últimas tres o cuatro décadas ha dejado ciclos deplorables en el atletismo: el doping de Estado de la RDA en los años 80 -correspondido con prácticas similares en la URSS y en la mayoría de los países de la antigua órbita soviética-, el caso Ben Johson en los Juegos de Seúl 88, el fulgor tramposo de las fondistas chinas en los Mundiales de Stuttgart 93.
En los primeros años de este siglo, el caso Balco, que se llevó por delante a Marion Jones, Tim Montgomery y Dwain Chambers, entre otras estrellas de la escena del sprint, inauguró las tormentas que desembocaron en las sanciones por dopaje a Tyson Gay y Justin Gatlin, antes de trasladar el foco a Alberto Salazar, gurú del fondo en la pasada década y ex entrenador de Mo Farah, Galen Rupp y Sifan Hassan. En Tokio se observan, aunque de manera superficial, los efectos de la saga Sochi, que ha derivado en la sanción a Rusia en los Juegos, a los que ha acudido sin bandera y con un fragmento del Concierto para piano nº 1 de Tchaikovsky como himno del equipo olímpico.
La lista, que en España adquiere toda su notoriedad en la Operación Puerto y posteriormente la borrascosa inhabilitación de Marta Domínguez, explica en buena parte la pérdida de credibilidad y de audiencia del atletismo, que en Tokio ha adquirido una dinámica optimista con varias marcas sensacionales, más perceptibles en la pista que en los lanzamientos. Se abre la derivada de las zapatillas mágicas, defendida ardorosamente por un sector probablemente mayoritario del atletismo, que de ninguna manera observa el riesgo que corrió la natación con el boom de los bañadores de poliuretano. Cada día era una fiesta, hasta que la avalancha de récords les privó de su principal valor: la excepcionalidad. Es cierto que el atletismo ha recuperado pulso en Tokio. Parece una buena noticia. Algo se mueve. Veremos hacia dónde y por qué.