Sencilla, delicada y sombría
Una ceremonia sencilla, elegante y delicada, en la vieja tradición japonesa, saludó la jornada inaugural de los Juegos, presidida por una atmósfera sombría. En el estadio, 950 VIPS y unos centenares de periodistas fueron los únicos testigos del ritual de apertura. Las gradas estaban vacías en un recinto que ha costado 1.000 millones de euros y dispone de una capacidad para 68.000 personas. Pesó como un yunque la pandemia. No hubo el menor intento de maquillaje de la realidad que dominará estos Juegos. El ambiente es sombrío y el temor se aprecia en todos los detalles.
Se llamó a la unidad del deporte y las naciones, se multiplicó la atención a muchas de las cuestiones sociales que inspiran el debate político en el mundo −la igualdad de géneros, la crisis de los refugiados, el combate contra el racismo− y reconoció durante toda la ceremonia el momento dramático que atraviesa la humanidad.
Resaltó el carácter de vigilia religiosa que adquirió la ceremonia, un homenaje a las víctimas de la pandemia y a la gente que ha resultado primordial para que continúe la vida cotidiana en el planeta. El desfile de las delegaciones olímpicas también informó de las circunstancias que nos encogen el ánimo. Casi todas estaban muy recortadas, por miedo al contagio. En su recorrido, saludaban y agitaban los sombreros como si la gente atestara el estadio, pero las tribunas permanecían mudas. Fue la ceremonia de los ausentes.
La representación, con toda la carga simbólica que el COI acostumbra a manejar con gran eficacia, eligió la contención. Fue un acto sin sitio para lo festivo. Mandan estos tiempos crueles y la sensibilidad japonesa en la hora del respeto. La inauguración funcionó como un adecuado prólogo a dos semanas de competición que provocan más dudas que certezas. En esta pandemia mundial, el virus también contagia desconfianza y desánimo.
Se agradeció la sencillez y la delicadeza. Lo exigía la ocasión. No derrapó en ningún momento, a pesar de su carácter estrictamente televisivo. Pero ni en esa vertiente, tan apetitosa para el show, se equivocaron los japoneses. No hubo la menor traza de espectacularidad, sí de un trabajo bien hecho, y a eso se dedicará la organización de estos Juegos. Todas las condiciones obligan a una edición espartana, nada efusiva, obligada al ensimismamiento. Afuera habita un rival implacable. La COVID-19 destruyó el tradicional ciclo olímpico de cuatro años y no se ha retirado a sus cuarteles. Ese fue el subtexto constante durante la ceremonia de inauguración, mensaje para el mundo y para los atletas que alternarán el vértigo de la competición con el temor al contagio.
Thomas Bach, presidente del Comité Olímpico Internacional, reconoció pesaroso que estos Juegos serán radicalmente distintos a los que se imaginaba hace tan solo quince meses. Su discurso se elevó sobre los habituales tópicos que prevalecen en las inauguraciones olímpicas. Se refirió al problema de los refugiados, que cuenta con un equipo de deportistas en Tokio, y a las desigualdades sociales, de género y raza que abruman a la humanidad. Bach saludó la celebración de los Juegos Olímpicos, discutida como nunca, pero su discurso se caracterizó por la prudencia y la corrección política. Es la mejor aproximación posible a una cita tan grande en expectación como en incertidumbre.