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"Todo juego es una batalla, y toda batalla es un juego". Lo dejó escrito el holandés Johan Huizinga en su libro Homo Ludens. Pero ¿qué ocurre cuando te da igual quien gane la batalla del juego? O peor aun: cuándo vas cambiando de bando a menudo que avanza y de repente ya no sabes lo que prefieres. Igual así se disfruta mejor la esencia del fútbol: sin el ansia de defender unos colores, sin jugarse nada en la batalla, emerge el goce puro del juego.

Algo así me ocurrió el sábado con ese Alemania-Portugal que a priori no me decía ni fu ni fa. No es casualidad que se marcaran seis goles, pues todo se confabuló para el espectáculo. Alemania salió a jugar como en sus mejores recuerdos, presionando, con el prurito de demostrar que ha recuperado esa chispa perdida en el Mundial de Rusia. Portugal se defendía con desorden y entonces, en el primer contraataque, Cristiano remató una buena jugada y adelantó a su equipo. Minuto 15. Fue como si alguien hubiera repartido los papeles de la obra: vosotros la voz cantante, vosotros la réplica. Luego Alemania remontó y se acercó a la goleada, pero Portugal nunca bajó los brazos. Resultado: los neutrales lo pasábamos muy bien.

Una de las bazas que hicieron memorable ese partido fue el combate entre lo antiguo y lo nuevo. Los duelos generacionales siempre son atractivos, y Alemania y Portugal están en plena renovación. Neuer, Hummels, Kroos y sobre todo Müller, esa cabra loca, son la sabia vieja que resiste en el equipo de Löw, mientras Gnabry y Havertz actualizan el ataque. En el equipo del taciturno Costa Santos, el contraste es aun más fascinante. Tienen tres puntales de ataque con futuro —Bernardo Silva, Bruno Fernandes y Diogo Jota— y un Cristiano que las sigue cazando todas. Pero luego, claro, está ese fenómeno del riesgo, Pepe. A sus 38 años, cada intervención suya contiene el germen de una tarjeta amarilla o incluso roja: despeja a patadas, se pelea, teatraliza el fútbol, pide perdón al árbitro. Viéndole en acción, uno deja de ser neutral.