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No seré yo quien se suba al carro de los consejeros de Valentino Rossi. Nunca se me ocurriría. Una leyenda de su magnitud sabe mejor que nadie lo que debe hacer, cuándo hacerlo y cómo. Opinar desde la distancia suele ser es sencillo (lo hago hasta yo a menudo), pero un grande entre los grandes de la historia del motociclismo merece el mayor de los respetos. Aquí quiero hablar de mis sentimientos, obviando lo que debe hacer o no el italiano. Y lo cierto es que sufro por Rossi. Insisto en que su decisión de continuar compitiendo es exclusivamente suya, lo que no impide que para mí resulte un suplicio verle, casi de forma constante, en la cola del pelotón de MotoGP. Suma 15 puntos en seis carreras, incluyendo en ellas tres ceros, con un rendimiento en entrenamientos que tampoco consuela.

Desde hace varias temporadas tengo muy claro que El Doctor no volvería a ganar un título mundial, difícilmente siquiera vencería un gran premio. Pero con la Yamaha oficial se defendía, nos regalaba de cuando en cuando destellos de su brillantez, de su talento, nos permitía pensar que algún día los astros se alinearían y llegaría ese buen resultado por el que tanto ha luchado. Pero ahora todo es diferente. Me parece deprimente encontrarle cada fin de semana en esa situación, aspirando a duras penas a puntuar y a distancia abismal de las posiciones de cabeza. No creo que sea la despedida de la competición que merece. Porque si antes era difícil que subiera al podio, ahora sería un auténtico milagro. Yo no digo que lo deje, solo que me gustaría que lo hiciera. Y cuanto antes. Para mí sería un alivio por la enorme admiración que le profeso.