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El Sevilla contra la distopía

Insisto: que el Sevilla gane esta Liga es imposible. Inviable, irrealizable, impracticable, inalcanzable, quimérico, inasequible, insoluble, ficticio, absurdo, inverosímil, increíble. ¡Utópico! Tres puntos más el golaveraje le separan del Atlético, partido y pico todavía de distancia. Por si eso fuera poco, aún ha de superar también en la tabla a Real Madrid y Barcelona, cansados pero gigantescos, dos equipos que para derrotarte apenas necesitan caerte encima.

Pero qué bonito es pensar que el Sevilla gane la Liga, ¿eh sevillistas? Y qué necesario, más incluso que hace semanas, antes de que conociéramos todo ese tinglado de la Superliga. Un torneo de los más grandes y para los más grandes, en el que los poderosos pudieran decidir dónde, cuándo y a quién se enfrentan sin habérselo ganado sobre el césped, como ha ocurrido durante la mayor parte de la historia de un deporte en el que no hace falta ser alto, fuerte ni mucho menos rico para convertirte en el mejor. Que se lo pregunten (en el cielo) a Diego Armando Maradona.

Multicampeón europeo, asiduo en Champions y cercano deportivamente hablando a la nobleza continental todos estos últimos años, el Sevilla prefirió acurrucarse entre la gente del pueblo cuando sonaron los cantos de sirena de Florentino y su grupo de clubes (ya menos) rebeldes. Un guiño, el sevillista, a aquellos débiles que no tienen más que sueños, pero a los que todavía se les permite tenerlos. Una apuesta por la utopía contra la amenaza de una distopía, la del oscuro futuro que un puñado de mastodontes económicos planteaban para ser más ricos mientras la mayoría de pobres se hacían más pobres. En el Sánchez Pizjuán ondea estos días la bandera de una gran ilusión, pero no sólo eso: también huele mucho a justicia poética.