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Está siendo una semana dura para el culé genérico, al que podríamos llamar Pol, pero no está todo dicho. Pol vio a su equipo caer frente al Madrid por no saber resolver lo que los blancos hacen como calceta: ser listos, competitivos, malas personas. Mi sensación es que un equipo crece y el otro mengua, aunque se resiste fieramente a claudicar. La vieja gloria todavía mira por encima del hombro al aspirante, es más maduro, y en una mala temporada se puede llevar la Champions y la Liga, lo que parece más un cachondeo que una pesadilla.

El Barça empezó tan mal el Clásico que solo podía mejorar, cosa que hizo en el segundo tiempo. No le llegó. Si lo extrapolamos al global de la temporada, se quedaría sin saborear las mieles del éxito. Veremos. El equipo ha progresado mucho desde la debacle ante el Bayern en Lisboa, pero Pol necesita algo que genere esperanza, una alegría concreta. Quizá la obtenga el sábado en la final de Copa. Con eso se salvaría la temporada, siempre que el Madrid no toque plata europea. Si eso sucede, el resto de torneos dejan de ser válidos. Más simbolismos: Messi se quitó la camiseta y se la volvió a poner, remedando lo acontecido el verano pasado. Fue hermoso y triste tanto verlo temblar de frío como que no pudiera cambiar el signo del encuentro. Se hace humano poco a poco. Quiero verlo envejecer, perdonarle sus impotencias.

Pol es pesimista, yo no tanto. Pol vio el partido con gente razonable. Un servidor, por razones de confluencia familiar, se metió en la boca del lobo: vi el partido con mi suegro, que es forofo madridista, y sus amigos, de la misma calaña. Mientras yo tomaba un poleo, él saboreaba, ladino, un Licor 43, disfrutando todos en el bar, gritando y arrodillándose ante Benzema, festejando los errores de su paisano árbitro. Para colmo, perdí 50 euros que se me cayeron del bolsillo y me invitó gustoso, así que la moraleja de la noche resultó dolorosa. Es buen hombre, pero es insoportable que gane tantas veces. Miedo me da volver a verlo.