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El legado de Carlos Matallanas

El abuelo Matallanas fue un hombre de club. Del club Atlético de Madrid, para precisar. Uno de esos ojeadores infatigables que rastreaban los campos de la ciudad, sus arrabales y hasta más allá. Por él llegó al Atleti el soplo de que en Fuengirola había un chavalín llamado Juanito Gómez que la rompía. Tuvo, para su felicidad, dos nietos futbolistas: nuestro Javier, que abandonó tras pasar por los juveniles del Atleti, y su hermano Carlos, que completó una carrera larga, casi toda en la Tercera y Segunda B madrileñas hasta desembocar en Andalucía. La ELA le sorprendió en el Portuense.

Esa enfermedad malvada fue aniquilando su cuerpo, pero no su espíritu. Ya estaba avanzada cuando escribió un artículo antológico para El PAIS. Hablaba de alguien en su situación que había comentado que sólo deseaba la muerte, para evitar tanto sufrimiento . Él lo comprendía y lo respetaba, pero explicaba que su elección era otra: la de seguir. Tenía cosas que disfrutar, sobre todo la familia y el fútbol. Y cosas que explicar. Escribió de fútbol en El Confidencial y en As. Y perteneció sucesivamente a los cuadros técnicos del Fuenlabrada y el Alcorcón, para los que elaboraba informes.

Tendido en la cama, inmóvil por completo, veía partidos y escribía, fijando las pupilas letra a letra, sus informes o sus artículos, profundos, meditados, esmerados. Así hasta el final. Nunca fue cromo de Panini, pero deja un legado mejor: demuestra que el fútbol es en sí una forma de vida. Pone en duda eso de que sólo es ‘la más importante de las cosas pequeñas’. Hace nada que salió su último libro, ‘La vida es un juego’, dedicado a sus sobrinos, que asoman ahora al mundo. Una obra que expone con sencilla lucidez qué tiene el fútbol de escuela de vida. Es un libro hecho para leer y pensar, leer y pensar...