Tener casa y perder la guerra

Dejó de existir el Barça demasiado pronto; es más, dejó de existir antes de que empezara el encuentro, como si en la atmósfera se detuviera el espectro de Lisboa, aquel 2-8 que fabricó el Bayern para indicar los defectos estructurales de un equipo destinado a recomponerse del todo o perecer. Pasó lo que estaba previsto en las peores quinielas sentimentales del Barcelona: perder es parte de la trama, pero perder por tanto y de esta manera es mucho más que perder. Es hundirse en un lodo seco, donde nadie fue capaz de explicar a la afición que hay manera de seguir luchando por lo que en la segunda parte fue un paseo del PSG sobre el esqueleto en que se fue haciendo el Barcelona.

No hubo nada que hacer demasiado pronto, desde que Mbappé batió a Ter Stegen e inauguró un baile despiadado en el que no se salvó ni Dios. Por cierto, el dios civil que tiene el Barcelona metió un penalti y luego se mezcló con la nada en que se convirtió un equipo que no tuvo ni portero. Joan Margarit, el gran poeta, premio Cervantes reciente, que ayer murió en Barcelona, dejó un hermoso libro de memorias, Para tener casa hay que ganar la guerra. Pues este Barça de ayer perdió la casa (y además en casa) y por supuesto que no ganó la guerra. Noche triste del alma azulgrana. Ya no se puede más, como se dice en la última página del Ulises de Joyce.