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El final de una era y la triste melodía de James Harden

James Harden está (parece que no la acabará) en su novena temporada en Houston Rockets. Ha jugado en Texas más de 600 partidos de Regular Season en los que promedia casi 30 puntos, 6 rebotes y 7,7 asistencias. Fue MVP en 2018, ha sido siempre all star y ha entrado seis veces en el Mejor Quinteto de la temporada. Los Rockets, mientras, no han faltado a playoffs con él (ningún otro equipo lo ha logrado durante todas esas temporadas) y han sido al menos un par de veces un claro aspirante al anillo. Se puede conceder que fueron el mejor equipo de la NBA 2017-18: 65 victorias y dos match points desaprovechados en una tremenda final del Oeste que acabaron ganando los Warriors 3-4, en Houston y contra unos Rockets que habían perdido (jaque mate) a Chris Paul por lesión. El tramo de Harden en Houston es un éxito rotundo casi en cualquier medición. Ha faltado el anillo, claro, o al menos jugar unas Finales. El paso definitivo, para el que más cuesta separar responsabilidades y discernir qué se planeó mal o qué no estaba, simplemente, llamado a suceder. A veces todo depende, como en 2018, de un músculo en el muslo de Chris Paul.

James Harden es una de las grandes armas de ataque de toda la historia de la NBA. Y ha deslumbrado en un sistema creado por y para él. En la pista y fuera de ella, los Rockets de los últimos años fueron un experimento numérico (la maximización del tiro de tres) puesto finalmente al servicio de su jugador franquicia. Uno extraordinario… pero uno con el que (planes, suerte, músculos de un muslo…) los Rockets no han podido ser campeones. Harden se ha quedado corto en (unos cuantos) partidos importantes, ha tenido una actitud no siempre saludable, ha demostrado poco liderazgo tras eliminaciones dolorosas y ha ido pareciendo cada año más por encima de su organización, rendida a sus pies, que el anterior. Ahora dice que “no hay solución” y que la situación es “una locura”. Pero es que es, ni más ni menos, una situación en gran parte creada por él, una megaestrella que no casó con Dwigth Howard, ni con Chris Paul ni con Russell Westbrook… Todos los que se han ido marchando pueden, en mayor o menor medida, señalar a la cultura poco saludable que se había ido instalando en Houston. Todos menos Harden: él es la cultura.

En cuanto se fueron Daryl Morey, el arquitecto, y Mike D’Antoni, el entrenador, era transparente que el tiempo de James Harden en Houston se había acabado. El último experimento, con Westbrook, sonó a intento final, el más difícil todavía. Un año después, de hecho, Westbrook está en Washington y Harden querría estar en cualquier parte menos en Houston, donde no ha dado ni una oportunidad y ha puesto en una situación irresoluble a recién llegados como John Wall y Christian Wood, escuderos fieles como PJ Tucker y a un nuevo entrenador, Stephen Silas, que debuta en el cargo sentado en una silla eléctrica. Y los Rockets quedan empantanados: ¿cuánto se deprecia Harden cada día que pasa en la situación actual? ¿Cuál es la mejor forma de lidiar con tu gran estrella cuando esta quiere irse? Muchas franquicias se han enfrentado a estas preguntas en el pasado y casi siempre acaban en la misma respuesta: se gane lo que se gane, se acaba perdiendo.

Harden, esto también cuenta, tiene 31 años y más de 135 millones garantizados hasta el verano de 2023. Acabará encontrando un destino óptimo porque el talento siempre gana, pero es legítimo cuestionarse qué está dispuesto a hacer de verdad para ser campeón, cuánto puede hacerse a un lado después de personificar durante años a una franquicia sometida a sus caprichos y cuántas de las cosas que ha hecho (empezando por los clubes de striptease durante la pretemporada) tienen poco que ver con la tensión de su situación y mucho con, en definitiva, quién es James Harden. Ahora mismo, un reverso poco afortunado del empoderamiento de los jugadores en la NBA. Y, aunque no quiera reconocerlo, el gran responsable de muchos de los males que ahora reconoce con pasmo en su propio equipo.