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Rompetechos, rascacielos y el señor Freud

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Joan Laporta ha irrumpido en las elecciones catalanas (de fútbol) armado de un piolet con el que sube al rascacielos de sus añoranzas. Su cielo, naturalmente, es el Barcelona que él contribuyó a hacer cuando el club aún olía a cenizas y lo levantó de ese suelo, gracias entre otros a Ronaldinho, y ahora ha querido proclamar su ambición enfrente del mayor altavoz del fútbol, el estadio del Madrid, un Santiago Bernabéu en proceso de reforma, por cierto. Dentro de la locura que alimenta su idilio con el pasado, esa elección de las alturas es coherente con su personalidad y también con la personalidad de su deseo. Freud, que tanto aconseja a los megalómanos, le habrá dicho en los susurros que sólo el riesgo conoce victorias, y ha venido a decírselo, en Madrid, a los eternos rivales, que en estas temporadas de sequía han representado para él (y para su barcelonismo) el rascacielos al que él (y los suyos) aspiran.

Ahora no está el equipo para presumir de bien de altura, sino de todo lo contrario, pero él está haciendo una metáfora, no un programa electoral, y se siente ahí arriba, mirándose de tú a tu con las torres de Florentino, para decirle que tiene ganas de verse con sus eternos rivales. Hay en la bravata un desafío juvenil, de graderío, que lo convierte, de momento, en ganador de la batalla interna. A ver si al bajar del rascacielos deja intacto el techo al que aspira.