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Nada más acabar el derbi, Zidane se plantó delante del micrófono de Ricardo Sierra con esa suerte de satisfacción que abre las compuertas de la euforia. El francés había reverdecido su sonrisa, pero se mantenía agarrado a su conocida prudencia, hasta que la alegría le rebosó, se bajó un instante de la corrección y soltó aquello de que “Kroos, Modric, Benzema... están todos de puta madre”. Hay expresiones que pronunciamos cuando nos sentimos liberados y Zizou se ha agenciado esta. Recuerdo que al poco de llegar al banquillo, con Cristiano envuelto en críticas (en 2016 hubo quienes dijeron que empezaba su cuesta abajo, Dios les perdone), se dejó llevar después de que el portugués marcara un doblete al Athletic: “Está de puta madre”. Las palabras nos descargan de tensión. Como cuando conquistó en 2017 la Liga en Málaga. El técnico caminaba obsesionado con alzar aquel título y sobre el césped de La Rosaleda volvió a derramarse su ímpetu: “Los jugadores lo han hecho de puta madre”.

Zidane no encuentra mejor manera de exhibir su alegría y agradecer a esos jugadores que siguen calándose con su discurso y su motivación, centinelas de su figura. A esos mismos jugadores a los que se abraza cuando vienen curvas. Como en la 2017-18, donde pretendió replicar el modelo de dos equipos que le dio el doblete la temporada anterior, pero sin tener los mismos recursos. Después del batacazo en Copa contra el Leganés, encomendó el  futuro a los Modric, Casemiro, Kroos, Ramos o Benzema y se acabó ganando la Champions. Como ahora, con una triple guillotina asomando (Sevilla, Borussia Mönchengladbach y Atlético), que entre todos han destartalado.

Es sorprendente cómo jugadores con más de diez años en el equipo, con casi tantos títulos como edad, se exprimen sobre el campo con el entusiasmo de un juvenil. Cómo se juntan, se estimulan, se activan, se ilusionan con un objetivo y se revuelven cuando se les hiere. Tener intacta la pasión y el amor propio en alerta son síntomas de compromiso. Y gran parte de la responsabilidad es del jefe. Paternalista pero exigente y ganador, Zidane se viste de antidisturbios en las malas y abandona el plano de la cámara cuando cae el confeti. No es un revolucionario como Guardiola, no tiene la agitación en la banda y en la pizarra de Klopp, ni los plenos poderes de Simeone. Ninguno de esos atributos son necesarios para ser el mejor entrenador para el Real Madrid. Pero sí los que atesora Zizou: un talento casi mitológico para calmar la tempestad y regatear las crisis, aureola milagrera, autoridad moral en el vestuario, un discurso inmutable en la cal y la arena y una identificación con los valores del club que pocos entrenadores futuros tendrán (Raúl). Zidane, como en La vida de Brian, silba cuando le crucifican, y no hay mejor virtud que ver el lado alegre de las cosas cuando peor parecen estar. Eso está de puta madre.