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El espíritu de Lucas

Gallego de oro. Lucas Vázquez lleva la piel del Madrid impregnada en su camiseta. En verano le abrieron las puertas para que se fuera y tras hablar con Zidane (que siempre creyó en él) decidió quedarse a ayudar en lo que le pidieran. Lo que siempre ha hecho. En San Siro lideró con su espíritu la primera victoria oficial ante el Inter en este estadio mítico, aunque ya les recordé ayer que ni maldición ni gaitas porque aquí ganó el Madrid hace cuatro años la Undécima. Precisamente fue Lucas el que tiró el primer penalti de la tanda con una frialdad asombrosa. Me le imagino viniendo de vacaciones a Milán con su familia en verano para visitar San Siro. Su segunda casa.

Nacho & Lucas. No me canso de elogiar a estos dos canteranos ejemplares. El alcalaíno y el gallego ya suman casi 60 años entre los dos (el defensa cumple 31 en enero y el de Curtis tiene 29), pero juegan como si fueran dos meritorios en Valdebebas. Hambre, actitud y aptitud. Con gente así se puede ir al fin del mundo y sin billete de vuelta. Nacho provocó un penalti demostrando a Conte que la pizarra no vale para nada. Y Lucas casi hace una estatua de sal con Handanovic con un tirazo al palo. Y después el ‘17’ levantó la cabeza para darle una asistencia de lujo a Rodrygo, que sentenció al Inter con un golazo en su competición favorita. Chicos, sois todos muy grandes.

Sin Sergio, ‘Case’ ni Karim. Es como si un trapecista salta sin red. El llamado cinturón de seguridad faltaba. Dolía la ausencia del líder de la defensa y del equipo (Ramos), del muro protector de la medular (Casemiro se quedó en el banquillo al no haber prácticamente entrenado en estas dos últimas semanas) y de Benzema, el delantero referencia que teje y elabora casi todo el juego de ataque del equipo. Pero como dijo en la víspera el gran Modric, “eso no debe valernos de excusa, somos el Madrid”. Y tanto Luka. Tú sí que sabes. El croata hizo un partido de cum laude. A sus 35 años parece que tiene 25. ¿Cómo es posible que no le hayan renovado todavía?

Yo aplaudí a Diego. Nunca me he escondido. Siempre lo he confesado. Sólo una vez en mi vida aplaudí al Barça. Y la culpa la tiene Diego. Maradona. El Pelusa. Sin duda, el jugador más grande que hayan visto mis ojos (mi padre me asegura que Alfredo Di Stéfano fue el más completo, pero no pude verlo por una cuestión generacional). Todo ocurrió el 23 de junio de 1983. Final de la Copa de la Liga. Bernabéu abarrotado. El Madrid estaba volcado sobre la portería de los azulgrana, pero en una contra el Lobo Carrasco pasó la pelota a Maradona, que con 45 metros por delante encaró en solitario a Agustín, un porterazo de casi dos metros de altura. Se acercó al gallego, le eludió pese a su salida lateral que forzó al argentino a escorarse. El 10, sin obstáculos, se fue hacia la gloria para marcar. Era un gol inevitable. Pero Juan José ‘Sandokán’, pletórico, corrió como una fiera para tapar su remate. Maradona, sin inmutarse, le esperó y le hizo un recorte sublime, que llevó al gaditano a estrellarse contra el poste. A puerta vacía, se limitó a darle un toque sutil a la pelota para firmar un gol digno de un genio. Yo estaba con mis amigos en la grada lateral de pie, la que da a la calle Padre Damián. Instintivamente, todos nos pusimos a aplaudir. Nos olvidamos de nuestros colores, de nuestra infinita rivalidad. Fue el aplauso sincero al fútbol puro, a la obra de arte que habíamos presenciado. Hasta siempre, Diego.