Una maravilla que invita a soñar
La Selección dejó para la posteridad un partido de coleccionista, que es cosa muy diferente que el éxito en el Mundial o en una Eurocopa. Es la máxima expresión de la belleza, el placer de jugar como si nada ni nadie pudiera detenerte, disfrutar sin sentir la menor duda de un juego que siempre invita a la incertidumbre y a la amenaza, consagrar colectivamente todo el talento individual, atender a todos los detalles con precisión y elegancia, transmitir la idea de felicidad inabarcable que el fútbol profesional rara vez permite y redondear la fiesta con una algarabía de goles. A Alemania, nada menos. Si esa maravilla no merece coleccionarse, ¿para qué serviría el fútbol?
El partido pertenecía a un torneo nuevo, el tercero en la escala de importancia, pero guardaba un aire trascendente. España se estrelló en el Mundial de 2014 y desde entonces entró en una desgraciada deriva. A la decepción en la Eurocopa de Francia le siguió la astracanada en el Mundial de Rusia y la involución en la primera edición de la Liga de las Naciones: buen comienzo, mal final y eliminación. En términos reales, la Selección había regresado a la triste posición que durante décadas precedió a su eclosión en la Eurocopa 2008.
En sólo 12 años, España alcanzó la cima del mundo y se precipitó al vacío. Desde esta perspectiva, el partidazo de Sevilla tiene más valor simbólico que estrictamente competitivo. La Selección ha roto por fin su amargo ciclo y alcanza las semifinales de una competición que está lejos de competir con el Mundial o la Eurocopa. Puede interpretarse como un éxito menor, pero la impresión fue grandiosa.
El fútbol recorre caminos sinuosos, impredecibles. Hace tres meses, el Barça fue arrollado por el Bayern en la Copa de Europa y el RB Leipzig eliminó al Atlético de Madrid. Dos semanas después, el Bayern venció al Sevilla en la final de la Supercopa. Esta temporada, el Real Madrid empató con angustia en Mönchengladbach. Todas las señales han sido ominosas. Convirtiendo a los equipos españoles en víctimas de caza mayor, los alemanes se habían erigido en el nuevo vector del fútbol.
La goleada detiene una marea que parecía incontenible. La detiene y la revierte, al menos desde el ámbito de la autoestima. Si un equipo invita a medir la temperatura de sus rivales, ninguno como Alemania. El fútbol español lo sabe perfectamente. Los alemanes, también. Y Joachim Löw más que nadie. Su carrera se inició con la derrota frente a España en la final de Viena en 2008. En 2010, España repitió victoria en las semifinales del Mundial. Después de 10 años sin enfrentarse en una competición oficial, Alemania salió masacrada de Sevilla. Löw sale tan malherido que su destitución es más que probable.
Alemania dejó no hace tanto otro partido para coleccionistas. Fue aquel 1-7 frente a Brasil en la semifinal de la Copa del Mundo de 2014. Ganó la final, pero se recordará más aquel partido en Belo Horizonte, una obra maestra que significó el cénit del periodo Löw. No tiene el menor sentido situar la cima del equipo de Luis Enrique en la fase de clasificación de la Liga de las Naciones, en un partido que horas antes despertaba desconfianza en muchos sectores.
Sí tiene sentido apreciar el coraje del entrenador para mantener sus convicciones con un equipo sin apenas experiencia internacional. Luis Enrique ha invertido toda su confianza en la generación que ganó la Eurocopa Sub-21 hace un año. Ocho jugadores de ese grupo –Pau Torres, Ferran y Reguilón no participaron en aquel torneo- fueron titulares la semana pasada ante Suiza. Seis futbolistas de las recientes cosechas –Unai Simón, Pau Torres, Rodri, Ferran, Dani Olmo y Fabián Ruiz (jugó 82 minutos)– maravillaron en una noche que debería de significar el final de una época decepcionante y el aviso de un brillante futuro. Así comenzó el mejor recorrido de España en el fútbol, sin previo aviso, con varios jugadores casi desconocidos por el gran público. Pocos sospechaban que los Silva, Cazorla y compañía eran unos gigantes del fútbol.